Despreciado diario:
Hoy, domingo, día que un buen cristiano le dedica al "Señor", salí un par de horas para refrescar mi vista con esta gris ciudad capitalina. Elegí un sitio para sentarme a beber café, un capuchino con canela y con una de azúcar para ser enfática. Fue osado de mi parte ubicarme en una mesa para cuatro personas, yo ocupaba solo un lugar. A los pocos minutos, al lado, una familia de cuatro personas se ubicó en una mesa en la cual cabían, a duras penas, dos. Era la única disponible.
Al principio me sentí egoísta, pero rápidamente se me pasó. Pude cambiar de lugar, sentarme en la barra y no me hubiese molestado en lo absoluto. Pero ni la familia apretujada ni las meseras del sitio fueron capaces de acercarse a mí y decir "joven, ¿podríamos cambiar de mesa? Estamos un poco incómodos acá, le aseguro que usted estará igual de cómoda en una mesa para dos personas o en la barra".
Nadie se pronunció ante la obvia incomodidad de aquella familia. Ni siquiera la familia misma. Y yo esperaba a que alguien lo hiciese. Aunque, repito, pude hacerlo por mi propia cuenta sin conflicto alguno, esa soberbia solapada de la cual hasta el más noble de los cristianos padece en algún momento, hizo que no me moviese.
Aguardé a que mi capuchino se enfriara. Lo bebí tranquila y lentamente. Movía el removedor de izquierda a derecha, de forma circular; tapaba el extremo de arriba del removedor y me bebía el capuchino que quedaba dentro de este. Confieso que hasta hice burbujas. Y durante todo ese tiempo, no se hizo nada respecto a la mesa para cuatro ocupada por una persona y a la mesa para dos ocupada por cuatro personas.
Me aburrí y decidí regresar a casa. Me levanté y a los pocos segundos pude percibir que aquella familia se cambió de mesa. Al principio me hizo gracia. ¿Sentí remordimiento? No. ¿Sentí lástima? No. Sé reconocer hacia qué o quiénes debo sentir conmiseración. Y hacia aquella familia no lo sentí por esta sencilla razón:
Quedarse en silencio ante la incomodidad propia y la de los demás, podría ser mal llamado derroche de "humildad", pero también es un reflejo de nuestra propia perversidad. Dos adultos que prefieren estar apretujados, junto a los niños que estaban ahí, es un acto perverso: saben y sienten la incomodidad, los niños también, tienen la posibilidad de cambiar la situación y guardan silencio. Privan, en nombre de no sé quién ni por qué, su comodidad y la de otros en vez de pedir con amabilidad el cambio de mesa. Así de sacrificial es el actuar de algunas personas.
No fui yo desconsiderada de la historia: estaba cómoda, relajada y jugué con mi capuchino como no lo había hecho antes. Velé por mi comodidad. No incomodé a mi familia sin motivo aparente, ni usé el tramposo disfraz de "humildad", "miedo", "vergüenza" o, peor aún, "educación". La sacrificialidad no va conmigo mientras se vea afectado mi bienestar y de los míos.