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Wilas
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Soy bibliotecaria (xiv: Fotos de mi boda)

La seda se desliza por mi piel como una caricia. La luz es ya fuerte, aunque la ciudad esté despertándose; inunda mi habitación y mi espíritu, los caldea, los anima. Seguro que en mis ojos marrones brilla algo extraño; es un destello malicioso e imprevisto. Me miro al espejo y compruebo que todo es como yo lo imaginaba. Mis intenciones deberían ser tan blancas como el vestido que me rodea los senos, dejando los hombros al aire, gira por mi cintura y se pierde hacia abajo sobre mis muslos, mis rodillas, hasta los pies. El sol de las primeras horas de junio realza mi figura inmaculada. Me miro una vez más al espejo. Me gusto y sonrío. Además me viene a la cabeza la cara que puso mi madre al ver el vestido que había elegido para mi boda.
– Algo un poco más discreto… ¿quizás?

– – Pero se encontró con mi obstinado y ganas de provocar. Ya les parecía mal que quisiera casarme con un hombre diez años mayor que yo. Lo del vestido sé que es demasiado para ellos, pero me da igual. Es mi boda y se hace lo que yo quiero. Pero mi padre… ¡Tener sólo una hija y que haya tenido que ser yo! – – El reloj digital con números rojos que me despierta cada mañana, me avisa de que ha llegado el momento. El fotógrafo me espera fuera para hacerme las consabidas fotos y creo que también un vídeo. No sé. Eso ha quedado en manos de mi prometido. Es él el que quiere tener fotos de mí disfrazada de novia. Casi burlándome de mí misma doy un vistazo a los rizos que salen del moño que me ha hecho la peluquera hace un rato. Son graciosas las minúsculas perlas blancas que salpican mi nuca. Ella dice que estoy guapísima; yo… me pongo el velo y desaparezco bajo un manto de tul. Si mi padre estuviese aquí se echaría a llorar… hasta que el novio me quite el velo y se le pare el hipo. El fotógrafo me espera en el jardín, con la cámara preparada sobre el hombro derecho. Por lo que veo ha decidido comenzar por la grabación del vídeo. Ante mi presencia sus pupilas se dilatan, su espalda se endereza y su sonrisa regresa.

– – – Buenos días – balbucea confuso.

– – – Hola.

– – Ante sus sorpresa, me quito los zapatos apenas estrenados y hago una voltereta lateral sobre las manos, como si mi jardín fuese la pista de un circo.

– – – Odio la formalidad.

– – Sonríe y pega su ojo derecho al visor de la cámara.

– – – ¿Cómo me pongo, señor director? ¿En plan “posturitas”? ¿o trato de hacer la persona decente?

– – Con cara de pitorreo me pongo en plan novia feliz y decente, componiendo las posturas clásicas y con las manos juntas. Echo a correr por el jardín. La hierba está fresca y me hace cosquillas en los pies. Echo a correr alzando los faldones de la falda. Levantándolos aún más, me siento sobre un cono de piedra que delimita el semillero de rosas. La punta redondeada se clava en mi culo. El hombre me observa sin moverse. Enciende de nuevo su cámara y se acerca a mí. Me levanto y le doy la espalda. El indico que me siga hacia los árboles, más allá del jardín, lejos de la vista de quien pueda pasar cerca de la casa. Me abandono contra el tronco de un roble tremendo y majestuoso. Sonrío. Giro sobre mí misma y aplasto mis pechos contra la corteza áspera y dura; abandono mi peso contra el árbol y extiendo los brazos, como si volase. El nudo que recogía mi melena se soltó y mi pelo volvió a su ser natural, arrastrando en su liberación buena parte de las perlas. Miro al fotógrafo; sigue grabando. Me dice:

– – – Tú estás loca, ¿verdad?

– – Pero no parece que le importe demasiado. Salgo de la protección de la sombra del árbol; busco el sol. Pero unas nubes casi me lo ocultan. Unas gotas me alcanzan. Luego más. Alzo los brazos al cielo y ofrezco mi rostro a la lluvia, suave, fina, lenta… Me siento feliz. Él sigue inmóvil. Una lucecita roja me indica que sigue atento a cada uno de mis movimientos. No puedo parar de girar sobre mí misma, de bailar, de reír. Hago un par de piruetas como las del principio. El vestido me estorba para hacer mis locuras. No quiero que se manche, pero es que tengo unas ganas locas de brincar… Así que me lo quito. Suelto la estola de seda que me rodea. Desabrocho el corpiño que ciñe mi talle. Lo lanzo bajo la copa del árbol, que lo protegerá de la lluvia. El tul de la falda está salpicado de miles de brillantes efímeros de agua, que destellan al ritmo de la luz. Paseo entre los árboles, ofreciendo mi espalda desnuda al ojo de la cámara. El fotógrafo me sigue. Otra voltereta lateral, pero esta vez tropiezo y caigo. Quedo extendida sobre la hierba húmeda. Llueve apenas. Las gotitas de agua me hacen cosquillas. El hombre se acerca y toma un primer plano de mi risa, ¿o quizás de mis tetas, sólo ocultas por un minúsculo sujetador sin tirantes? Huyo de él girando por el prado. El velo se engancha con alguna hierba y se suelta. Quedo acostada de lado, alzándome un poco y apoyando la sien sobre mi puño. El codo se hunde en la hierba. Entre las nubes, unos tímidos rayos de sol tratan de recordar que estamos en julio y que la mañana va avanzando. El objetivo sigue recogiendo cada uno de mis movimientos.

– – Me arrodillo. Recojo unas florecillas silvestres blancas y amarillas. Busco su perfume acercándolas a mi nariz, pero no huelen. Llueve más fuerte y el sol desaparece. Escondo las flores bajo mi sujetador. Él sonríe y no pierde detalle. Comienzo un baile surrealista caminando de rodillas por el prado, agitando los brazos, sacudiendo la cabeza, arqueando la espalda. En realidad son los movimientos de una coreografía que aprendí de niña, cuando hacía gimnasia rítmica. Pero no es lo mismo hacerlo sobre el tapiz que sobre la hierba.

– – Desabrocho el sujetador y lo lanzo hacia la cámara. Sigo con mi danza. Ahora mis pechos se han unido al vaivén de mi cuerpo. La lluvia es fina, pero abundante. El fotógrafo ha cubierto su cámara con mi velo. ¡El muy cabrón! El agua se desliza sobre mi cuerpo. En mis pezones, erectos, duros, grandes, provoca pequeñas fuentes que desembocan en mi ombligo. Otro primer plano de mi cuerpo agitándose de sensualidad y frío. Me pongo en pie. Suelto la primera de las tres capas de las que está formada la falda; cae a mis pies. Con un saltito la supero. Corro unos metros. Me giro hacia atrás y mando un beso. Suelto la segunda tela. Queda atrás. La tercera es sólo una gasa trasparente. Seguro que el fotógrafo intuye el resto de mi cuerpo. La gasa mojada se pega a mi cuerpo. El objetivo ahora se enreda en la longitud de mi pierna, en el encaje del liguero, en la blancura de mis braguitas. También dejo atrás la tercera. Mis piernas ya están libres. Más volteretas laterales y pasos de danza. De nuevo corro hacia los árboles. Lanzo mis manos al suelo y mi cuerpo se alza; contra el tronco de otro roble apoyo los pies. Quedo haciendo el pino. Boca abajo veo al hombre que se acerca.

– – – No te muevas – dice.

– – Sigue grabando. Esta vez no tengo dudas de dónde apunta el objetivo. Se detiene sobre el triángulo minúsculo de mi ropa interior. Al estar mojada, la tirita de vello que delinea mi vulva es muy evidente.

– – – ¿Te gusta mi traje de novia?

– – – Estás preciosa… Pero te sienta mejor cuando te lo quitas poco a poco.

– – Me siento sobre la hierba. Bajo el árbol el suelo está seco. Me recuesto en el tronco. La respiración agitada hace que mi pecho se agite y él lo registra para la posteridad. Un hilo de hierba está pegado a mi pezón; él me lo quita. Deja la cámara encendida en el suelo, apuntando hacia mí. Se sienta a mi lado.

– – – ¿Tienes frío? Si quieres te doy mi camisa.

– – – No. Estoy bien… Pero quítate la camisa, de todos modos.

– – Él lo hace. Yo enredo mis dedos en el vello de su pecho. Lamo uno de sus pezones con la punta de la lengua, hasta que veo que se endurece. Se lo pellizco. Le gusta.

– – – ¿Qué han dicho tus padres del vestido?

– – – Mi madre dice que es demasiado sexy… “Provocativo”, fue la palabra. Mi padre aún no lo ha visto.

– – – Le dará un infarto.

– – – Bueno, al menos tendrá un sacerdote cerca para que le asista.

– – Los dos reímos mi ocurrencia. Su mano se pierde entre mis piernas. Juguetea con el encaje de mi liguero.

– – – Lo de pintarte las uñas de los pies en blanco es todo un detalle.

– – Me levanto. Sus ojos miran mi sexo, tan cerca de su rostro. Le dejo allí sentado. Seguro que ahora no pierde detalle del bamboleo de mis nalgas. Me encanta pasear descalza sobre la hierba. Quizás debería casarme descalza. Me detengo y le miro. Vuelve a estar con la cámara sobre el hombro. Ante sus ojos atónitos, me quito las bragas y las agito en el aire, hasta que salen volando. Está a varios metros de mí, pero sé que con el zoom puede verme perfectamente. Bajo la mano hasta mi sexo húmedo y dispuesto. Lo acaricio. Sé que le gusta lo que ve. Me acuerdo de algo importante.

– – – ¿Has llamado al restaurante para confirmar el número de los invitados? Ya sólo falta una semana para la boda.

– – Apaga la cámara y me mira serio.

– – – Ahora voy… cuando haya recogido tu ropa… Mira que extenderla por el jardín bajo la lluvia…

– – – Ha sido idea tuya. Eres tú quien quiere la mariconada esa del vídeo de la boda… Me voy a casa, que esto no parece verano.
 
La seda se desliza por mi piel como una caricia. La luz es ya fuerte, aunque la ciudad esté despertándose; inunda mi habitación y mi espíritu, los caldea, los anima. Seguro que en mis ojos marrones brilla algo extraño; es un destello malicioso e imprevisto. Me miro al espejo y compruebo que todo es como yo lo imaginaba. Mis intenciones deberían ser tan blancas como el vestido que me rodea los senos, dejando los hombros al aire, gira por mi cintura y se pierde hacia abajo sobre mis muslos, mis rodillas, hasta los pies. El sol de las primeras horas de junio realza mi figura inmaculada. Me miro una vez más al espejo. Me gusto y sonrío. Además me viene a la cabeza la cara que puso mi madre al ver el vestido que había elegido para mi boda.
– Algo un poco más discreto… ¿quizás?

– – Pero se encontró con mi obstinado y ganas de provocar. Ya les parecía mal que quisiera casarme con un hombre diez años mayor que yo. Lo del vestido sé que es demasiado para ellos, pero me da igual. Es mi boda y se hace lo que yo quiero. Pero mi padre… ¡Tener sólo una hija y que haya tenido que ser yo! – – El reloj digital con números rojos que me despierta cada mañana, me avisa de que ha llegado el momento. El fotógrafo me espera fuera para hacerme las consabidas fotos y creo que también un vídeo. No sé. Eso ha quedado en manos de mi prometido. Es él el que quiere tener fotos de mí disfrazada de novia. Casi burlándome de mí misma doy un vistazo a los rizos que salen del moño que me ha hecho la peluquera hace un rato. Son graciosas las minúsculas perlas blancas que salpican mi nuca. Ella dice que estoy guapísima; yo… me pongo el velo y desaparezco bajo un manto de tul. Si mi padre estuviese aquí se echaría a llorar… hasta que el novio me quite el velo y se le pare el hipo. El fotógrafo me espera en el jardín, con la cámara preparada sobre el hombro derecho. Por lo que veo ha decidido comenzar por la grabación del vídeo. Ante mi presencia sus pupilas se dilatan, su espalda se endereza y su sonrisa regresa.

– – – Buenos días – balbucea confuso.

– – – Hola.

– – Ante sus sorpresa, me quito los zapatos apenas estrenados y hago una voltereta lateral sobre las manos, como si mi jardín fuese la pista de un circo.

– – – Odio la formalidad.

– – Sonríe y pega su ojo derecho al visor de la cámara.

– – – ¿Cómo me pongo, señor director? ¿En plan “posturitas”? ¿o trato de hacer la persona decente?

– – Con cara de pitorreo me pongo en plan novia feliz y decente, componiendo las posturas clásicas y con las manos juntas. Echo a correr por el jardín. La hierba está fresca y me hace cosquillas en los pies. Echo a correr alzando los faldones de la falda. Levantándolos aún más, me siento sobre un cono de piedra que delimita el semillero de rosas. La punta redondeada se clava en mi culo. El hombre me observa sin moverse. Enciende de nuevo su cámara y se acerca a mí. Me levanto y le doy la espalda. El indico que me siga hacia los árboles, más allá del jardín, lejos de la vista de quien pueda pasar cerca de la casa. Me abandono contra el tronco de un roble tremendo y majestuoso. Sonrío. Giro sobre mí misma y aplasto mis pechos contra la corteza áspera y dura; abandono mi peso contra el árbol y extiendo los brazos, como si volase. El nudo que recogía mi melena se soltó y mi pelo volvió a su ser natural, arrastrando en su liberación buena parte de las perlas. Miro al fotógrafo; sigue grabando. Me dice:

– – – Tú estás loca, ¿verdad?

– – Pero no parece que le importe demasiado. Salgo de la protección de la sombra del árbol; busco el sol. Pero unas nubes casi me lo ocultan. Unas gotas me alcanzan. Luego más. Alzo los brazos al cielo y ofrezco mi rostro a la lluvia, suave, fina, lenta… Me siento feliz. Él sigue inmóvil. Una lucecita roja me indica que sigue atento a cada uno de mis movimientos. No puedo parar de girar sobre mí misma, de bailar, de reír. Hago un par de piruetas como las del principio. El vestido me estorba para hacer mis locuras. No quiero que se manche, pero es que tengo unas ganas locas de brincar… Así que me lo quito. Suelto la estola de seda que me rodea. Desabrocho el corpiño que ciñe mi talle. Lo lanzo bajo la copa del árbol, que lo protegerá de la lluvia. El tul de la falda está salpicado de miles de brillantes efímeros de agua, que destellan al ritmo de la luz. Paseo entre los árboles, ofreciendo mi espalda desnuda al ojo de la cámara. El fotógrafo me sigue. Otra voltereta lateral, pero esta vez tropiezo y caigo. Quedo extendida sobre la hierba húmeda. Llueve apenas. Las gotitas de agua me hacen cosquillas. El hombre se acerca y toma un primer plano de mi risa, ¿o quizás de mis tetas, sólo ocultas por un minúsculo sujetador sin tirantes? Huyo de él girando por el prado. El velo se engancha con alguna hierba y se suelta. Quedo acostada de lado, alzándome un poco y apoyando la sien sobre mi puño. El codo se hunde en la hierba. Entre las nubes, unos tímidos rayos de sol tratan de recordar que estamos en julio y que la mañana va avanzando. El objetivo sigue recogiendo cada uno de mis movimientos.

– – Me arrodillo. Recojo unas florecillas silvestres blancas y amarillas. Busco su perfume acercándolas a mi nariz, pero no huelen. Llueve más fuerte y el sol desaparece. Escondo las flores bajo mi sujetador. Él sonríe y no pierde detalle. Comienzo un baile surrealista caminando de rodillas por el prado, agitando los brazos, sacudiendo la cabeza, arqueando la espalda. En realidad son los movimientos de una coreografía que aprendí de niña, cuando hacía gimnasia rítmica. Pero no es lo mismo hacerlo sobre el tapiz que sobre la hierba.

– – Desabrocho el sujetador y lo lanzo hacia la cámara. Sigo con mi danza. Ahora mis pechos se han unido al vaivén de mi cuerpo. La lluvia es fina, pero abundante. El fotógrafo ha cubierto su cámara con mi velo. ¡El muy cabrón! El agua se desliza sobre mi cuerpo. En mis pezones, erectos, duros, grandes, provoca pequeñas fuentes que desembocan en mi ombligo. Otro primer plano de mi cuerpo agitándose de sensualidad y frío. Me pongo en pie. Suelto la primera de las tres capas de las que está formada la falda; cae a mis pies. Con un saltito la supero. Corro unos metros. Me giro hacia atrás y mando un beso. Suelto la segunda tela. Queda atrás. La tercera es sólo una gasa trasparente. Seguro que el fotógrafo intuye el resto de mi cuerpo. La gasa mojada se pega a mi cuerpo. El objetivo ahora se enreda en la longitud de mi pierna, en el encaje del liguero, en la blancura de mis braguitas. También dejo atrás la tercera. Mis piernas ya están libres. Más volteretas laterales y pasos de danza. De nuevo corro hacia los árboles. Lanzo mis manos al suelo y mi cuerpo se alza; contra el tronco de otro roble apoyo los pies. Quedo haciendo el pino. Boca abajo veo al hombre que se acerca.

– – – No te muevas – dice.

– – Sigue grabando. Esta vez no tengo dudas de dónde apunta el objetivo. Se detiene sobre el triángulo minúsculo de mi ropa interior. Al estar mojada, la tirita de vello que delinea mi vulva es muy evidente.

– – – ¿Te gusta mi traje de novia?

– – – Estás preciosa… Pero te sienta mejor cuando te lo quitas poco a poco.

– – Me siento sobre la hierba. Bajo el árbol el suelo está seco. Me recuesto en el tronco. La respiración agitada hace que mi pecho se agite y él lo registra para la posteridad. Un hilo de hierba está pegado a mi pezón; él me lo quita. Deja la cámara encendida en el suelo, apuntando hacia mí. Se sienta a mi lado.

– – – ¿Tienes frío? Si quieres te doy mi camisa.

– – – No. Estoy bien… Pero quítate la camisa, de todos modos.

– – Él lo hace. Yo enredo mis dedos en el vello de su pecho. Lamo uno de sus pezones con la punta de la lengua, hasta que veo que se endurece. Se lo pellizco. Le gusta.

– – – ¿Qué han dicho tus padres del vestido?

– – – Mi madre dice que es demasiado sexy… “Provocativo”, fue la palabra. Mi padre aún no lo ha visto.

– – – Le dará un infarto.

– – – Bueno, al menos tendrá un sacerdote cerca para que le asista.

– – Los dos reímos mi ocurrencia. Su mano se pierde entre mis piernas. Juguetea con el encaje de mi liguero.

– – – Lo de pintarte las uñas de los pies en blanco es todo un detalle.

– – Me levanto. Sus ojos miran mi sexo, tan cerca de su rostro. Le dejo allí sentado. Seguro que ahora no pierde detalle del bamboleo de mis nalgas. Me encanta pasear descalza sobre la hierba. Quizás debería casarme descalza. Me detengo y le miro. Vuelve a estar con la cámara sobre el hombro. Ante sus ojos atónitos, me quito las bragas y las agito en el aire, hasta que salen volando. Está a varios metros de mí, pero sé que con el zoom puede verme perfectamente. Bajo la mano hasta mi sexo húmedo y dispuesto. Lo acaricio. Sé que le gusta lo que ve. Me acuerdo de algo importante.

– – – ¿Has llamado al restaurante para confirmar el número de los invitados? Ya sólo falta una semana para la boda.

– – Apaga la cámara y me mira serio.

– – – Ahora voy… cuando haya recogido tu ropa… Mira que extenderla por el jardín bajo la lluvia…

– – – Ha sido idea tuya. Eres tú quien quiere la mariconada esa del vídeo de la boda… Me voy a casa, que esto no parece verano.
Simplemente wow

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