La madrugada del martes pasado en Chorreras de Cutris, San Carlos, dejó un reguero de destrucción y desesperación. Setenta y tres familias vieron derrumbadas sus humildes viviendas, dejando atrás años de esfuerzo y construyendo un futuro incierto. Más que láminas de zinc retorcidas y montones de madera, este desalojo ha expuesto una realidad dura: el despojo de comunidades ancestrales en nombre de la protección ambiental.
Chorreras de Cutris, un pequeño barrio ubicado en pleno corazón de la Zona de Confluencia del Río Peje, existía desde hace casi cinco décadas. Tres generaciones de familias sancarleñas han labrado la tierra, criando ganado y formando hogares en esas tierras que el Estado ahora considera protegidas. Sin embargo, para sus habitantes, Chorreras no era una invasión sino un legado, una parte fundamental de su identidad y de su sustento.
Don Edwin Rojas, vecino de la comunidad durante décadas, no podía ocultar la rabia y la tristeza al ver cómo sus pertenencias eran aplastadas por las excavadoras. “Nos desalojaron como si fuéramos perros,” exclamó con la voz temblorosa, intentando contener las lágrimas. “Llevamos años trabajando honestamente, sudando la camiseta para salir adelante, y de repente, ¡pum!, nos quitan todo.”
Las autoridades argumentan que el barrio era considerado un asentamiento ilegal debido a su ubicación dentro de un área protegida. Se dio un plazo de dos meses para que los pobladores desalojaran voluntariamente, pero según los afectados, ese tiempo fue insuficiente. Muchos se sentían atrapados entre la necesidad de subsistir y la incertidumbre sobre su futuro.
El impacto de este desalojo no es solamente económico. Don Oscar Rojas, un ganadero de setenta años, describió la devastación como una afrenta personal. “Mi vida siempre ha sido el ganado,” lamentó, mientras observaba los restos de su corral destruido. “Es injusto que nos humillen así, después de tantos años dedicados a trabajar duro.” La imagen de su caballo, inquieto ante el ruido de las máquinas, reflejaba el desconcierto generalizado de la comunidad.
Mario Cambronero, líder comunal de Chorreras, relató cómo los vecinos se apoyaron mutuamente para rescatar lo poco que pudieron antes de que llegaran las excavadoras. “No tenemos casa, pero tenemos que salvar aunque sea el ganado,” enfatizó. La solidaridad se convirtió en el único refugio en medio del caos y la desolación. Muchos, sin saber a dónde ir, buscaron amparo en fincas prestadas y ranchos improvisados.
La rapidez con la que se ejecutó el desalojo sorprendió a todos. Según varios testigos, las máquinas comenzaron a demoler las casas al amanecer, sin permitirles siquiera recoger algunas posesiones personales. “Llegaron y empezaron a derribar todo,” contó una madre de familia, visiblemente afectada. “Las casas, los ranchos, hasta la escuela... fue horrible verlo caer.” La escuela, centro neurálgico de la comunidad, donde crecieron sus hijos, fue reducida a escombros en cuestión de horas.
Ahora, las familias desalojadas se enfrentan a un futuro incierto. Están dispersas, buscando refugio temporal y preguntándose qué pasará mañana. No hay un plan claro de reubicación ni un acompañamiento oficial tangible que alivie su angustia. ¿Será posible reconstruir la comunidad de Chorreras, recuperar su dignidad y exigirle al Estado un trato justo y humano? ¿Qué medidas deberían tomar las autoridades para evitar situaciones similares en otras comunidades vulnerables?
Chorreras de Cutris, un pequeño barrio ubicado en pleno corazón de la Zona de Confluencia del Río Peje, existía desde hace casi cinco décadas. Tres generaciones de familias sancarleñas han labrado la tierra, criando ganado y formando hogares en esas tierras que el Estado ahora considera protegidas. Sin embargo, para sus habitantes, Chorreras no era una invasión sino un legado, una parte fundamental de su identidad y de su sustento.
Don Edwin Rojas, vecino de la comunidad durante décadas, no podía ocultar la rabia y la tristeza al ver cómo sus pertenencias eran aplastadas por las excavadoras. “Nos desalojaron como si fuéramos perros,” exclamó con la voz temblorosa, intentando contener las lágrimas. “Llevamos años trabajando honestamente, sudando la camiseta para salir adelante, y de repente, ¡pum!, nos quitan todo.”
Las autoridades argumentan que el barrio era considerado un asentamiento ilegal debido a su ubicación dentro de un área protegida. Se dio un plazo de dos meses para que los pobladores desalojaran voluntariamente, pero según los afectados, ese tiempo fue insuficiente. Muchos se sentían atrapados entre la necesidad de subsistir y la incertidumbre sobre su futuro.
El impacto de este desalojo no es solamente económico. Don Oscar Rojas, un ganadero de setenta años, describió la devastación como una afrenta personal. “Mi vida siempre ha sido el ganado,” lamentó, mientras observaba los restos de su corral destruido. “Es injusto que nos humillen así, después de tantos años dedicados a trabajar duro.” La imagen de su caballo, inquieto ante el ruido de las máquinas, reflejaba el desconcierto generalizado de la comunidad.
Mario Cambronero, líder comunal de Chorreras, relató cómo los vecinos se apoyaron mutuamente para rescatar lo poco que pudieron antes de que llegaran las excavadoras. “No tenemos casa, pero tenemos que salvar aunque sea el ganado,” enfatizó. La solidaridad se convirtió en el único refugio en medio del caos y la desolación. Muchos, sin saber a dónde ir, buscaron amparo en fincas prestadas y ranchos improvisados.
La rapidez con la que se ejecutó el desalojo sorprendió a todos. Según varios testigos, las máquinas comenzaron a demoler las casas al amanecer, sin permitirles siquiera recoger algunas posesiones personales. “Llegaron y empezaron a derribar todo,” contó una madre de familia, visiblemente afectada. “Las casas, los ranchos, hasta la escuela... fue horrible verlo caer.” La escuela, centro neurálgico de la comunidad, donde crecieron sus hijos, fue reducida a escombros en cuestión de horas.
Ahora, las familias desalojadas se enfrentan a un futuro incierto. Están dispersas, buscando refugio temporal y preguntándose qué pasará mañana. No hay un plan claro de reubicación ni un acompañamiento oficial tangible que alivie su angustia. ¿Será posible reconstruir la comunidad de Chorreras, recuperar su dignidad y exigirle al Estado un trato justo y humano? ¿Qué medidas deberían tomar las autoridades para evitar situaciones similares en otras comunidades vulnerables?
