¡Ay, Dios mío! Revisando unos documentos viejos, me topé con un artículo del Dr. Roberto Artavia Loría sobre el modelo de sustitución de importaciones entre 1949 y 1982. Un viaje nostálgico, dirían algunos, pero también una reflexión necesaria sobre cómo seguimos tropezando con las mismas piedras, cambiando los nombres pero manteniendo la misma jugada. Me puso a pensar si realmente entendimos qué pasó, qué funcionó y, sobre todo, qué salió horriblemente mal.
Para ponerlos en contexto, el plan era simple: producir acá todo lo que antes comprábamos afuera. Una especie de 'háganlo ustedes' nacionalista que parecía tener mucho sentido, especialmente después de la Guerra Fría y con esa necesidad imperiosa de independencia económica. Se impulsaron industrias nacionales, se protegieron mercados, se pusieron barreras a la competencia extranjera... y por un tiempo, ¡parecía que funcionaba!
Pero ahí estaba el problema, mis queridos lectores: la protección excesiva generó ineficiencias galopantes. Las empresas se acomodaron, dejaron de innovar, y terminamos pagando precios inflados por productos de baja calidad. Imagínense, comprar zapatos que se deshacen en dos meses porque nadie tenía incentivos reales para mejorar. Ese era el brete diario. Además, la dependencia de insumos importados persistió, creando una fragilidad inherente al sistema.
Y ni hablar del endeudamiento externo. Para financiar esa industrialización acelerada, nos fuimos metiendo en camisas de nueve varas, acumulando deuda que hoy todavía nos pesa como una torta. Recuerdo historias de mi abuela, que contaba cómo era difícil conseguir cosas básicas, cómo se hacían colas interminables para el gas, cómo la inflación carcomía el salario. ¡Qué sal!
Ahora bien, no todo fue malo. Sí hubo avances importantes en la creación de empleo y en el desarrollo de ciertas industrias clave, como la agroindustria y el sector turístico. Pero estos logros fueron eclipsados por los efectos negativos a largo plazo: distorsiones económicas, ineficiencia, corrupción e inflación crónica. Es como si hubiéramos construido un castillo de arena en medio del mar; bonito mientras dura, pero inevitablemente destinado a desaparecer con la próxima ola.
Lo curioso es que, décadas después, volvemos a ver políticas proteccionistas disfrazadas de 'apoyo a la producción nacional'. Se ponen trabas a las importaciones, se favorecen a ciertos grupos empresariales… ¡y la historia parece repetirse! Claro, hay factores diferentes, la globalización ha cambiado el panorama, pero la tentación de buscar soluciones fáciles y cortoplacistas sigue ahí, acechando como un chunche falso.
Quizás, el mayor legado del periodo de sustitución de importaciones no sean las fábricas que se crearon o los empleos que se generaron, sino la lección –que lamentablemente no hemos aprendido– de que el crecimiento económico sostenible requiere de apertura, competitividad e innovación. Necesitamos dejar atrás esos complejos nacionalistas y abrazar la idea de que somos parte de un mundo interconectado, donde el éxito depende de nuestra capacidad para ofrecer productos y servicios de alta calidad a precios competitivos.
Entonces, díganme, ¿creen que estamos condenados a repetir los errores del pasado, o tenemos la madurez suficiente para construir una economía más sólida y resiliente? ¿Es posible rescatar algo positivo del experimento de sustitución de importaciones, o deberíamos enterrarlo definitivamente en el cementerio de las buenas intenciones?
Para ponerlos en contexto, el plan era simple: producir acá todo lo que antes comprábamos afuera. Una especie de 'háganlo ustedes' nacionalista que parecía tener mucho sentido, especialmente después de la Guerra Fría y con esa necesidad imperiosa de independencia económica. Se impulsaron industrias nacionales, se protegieron mercados, se pusieron barreras a la competencia extranjera... y por un tiempo, ¡parecía que funcionaba!
Pero ahí estaba el problema, mis queridos lectores: la protección excesiva generó ineficiencias galopantes. Las empresas se acomodaron, dejaron de innovar, y terminamos pagando precios inflados por productos de baja calidad. Imagínense, comprar zapatos que se deshacen en dos meses porque nadie tenía incentivos reales para mejorar. Ese era el brete diario. Además, la dependencia de insumos importados persistió, creando una fragilidad inherente al sistema.
Y ni hablar del endeudamiento externo. Para financiar esa industrialización acelerada, nos fuimos metiendo en camisas de nueve varas, acumulando deuda que hoy todavía nos pesa como una torta. Recuerdo historias de mi abuela, que contaba cómo era difícil conseguir cosas básicas, cómo se hacían colas interminables para el gas, cómo la inflación carcomía el salario. ¡Qué sal!
Ahora bien, no todo fue malo. Sí hubo avances importantes en la creación de empleo y en el desarrollo de ciertas industrias clave, como la agroindustria y el sector turístico. Pero estos logros fueron eclipsados por los efectos negativos a largo plazo: distorsiones económicas, ineficiencia, corrupción e inflación crónica. Es como si hubiéramos construido un castillo de arena en medio del mar; bonito mientras dura, pero inevitablemente destinado a desaparecer con la próxima ola.
Lo curioso es que, décadas después, volvemos a ver políticas proteccionistas disfrazadas de 'apoyo a la producción nacional'. Se ponen trabas a las importaciones, se favorecen a ciertos grupos empresariales… ¡y la historia parece repetirse! Claro, hay factores diferentes, la globalización ha cambiado el panorama, pero la tentación de buscar soluciones fáciles y cortoplacistas sigue ahí, acechando como un chunche falso.
Quizás, el mayor legado del periodo de sustitución de importaciones no sean las fábricas que se crearon o los empleos que se generaron, sino la lección –que lamentablemente no hemos aprendido– de que el crecimiento económico sostenible requiere de apertura, competitividad e innovación. Necesitamos dejar atrás esos complejos nacionalistas y abrazar la idea de que somos parte de un mundo interconectado, donde el éxito depende de nuestra capacidad para ofrecer productos y servicios de alta calidad a precios competitivos.
Entonces, díganme, ¿creen que estamos condenados a repetir los errores del pasado, o tenemos la madurez suficiente para construir una economía más sólida y resiliente? ¿Es posible rescatar algo positivo del experimento de sustitución de importaciones, o deberíamos enterrarlo definitivamente en el cementerio de las buenas intenciones?
