La vida le dio la posiblidad de contar con una casa cómoda, pequeña pero cómoda. Eso sí, con un hermoso patio trasero que le permitía sentarse y disfrutar de su auto impuesta soledad. Sólo él conocía de la felicidad que le daba ese espacio amplio donde no cabía más nadie.
En el centro de su patio se ubicaba un coqueto árbol de naranjas, que sin embargo nunca había dado cosecha. Cuando adquirió la propiedad ya estaba allí, y eso no le estorbaba. Lo que el hombre desconocía era que el árbol era la casa de un hada. Pequeña, hermosa, con una apariencia claramente atemporal, el hada verde pasaba sus días observando al nuevo propietario de la casa, y del patio por supuesto.
Ella era la vigilante silenciosa de su eterna soledad. Ella lo veía al salir a su trabajo por las mañanas, al regresar de nuevo cuando el sol se esconde tras la montaña. Ella disfrutaba verle cuidando de las plantas que tenía en su patio. Esa era la única tarea en donde el hombre se despojaba de aquél manto de frialdad amarga que tanto le gustaba vestir. Y a fuerza de observarle, el hada terminó amándole.
Pero ese amor no le hacía ansiar ser mujer de carne y hueso, tampoco pretendía besarle, sentirle o tenerle como acostumbramos los seres humanos. Ella hizo lo que todos los seres mágicos hacen cuando aman: dan. Con laborioso emprendimiento empezó a envolver su árbol con su amor: día a día visitaba raíces, hojas, el árbol entero, hasta su mínima fibra. Finalmente esperó a que lo sembrado diera frutos. Entonces se cumplió: el árbol dio su primer cosecha: naranjas dulces, frescas, de un amarillo chillón envidiable. El aroma dulzón embriagaba la casa. El hada estaba feliz: había ofrecido sus mejores frutos con la intención de robar una inesperada sonrisa de ese hombre.
Sin embargo, él ni siquiera los vio. La cosecha no llamó su atención. Las naranjas empezaron a caer sobre el zacate del gran patio, y juntas comenzaron el proceso propio de la naturaleza. Del aroma dulzón se pasó a fuertes muestras de fruta en proceso de putrefacción.
Entonces el aroma comenzó a molestar al hombre, quien al percatarse de lo sucedido, cayó en enfado al punto de decidir cortar a nuestro amigo, el árbol de naranjas. Y justo cuando el árbol caía, un grito desgarrador, claramente femenino, repercutió en sus oídos.
Dic. 2007
HippieQ
En el centro de su patio se ubicaba un coqueto árbol de naranjas, que sin embargo nunca había dado cosecha. Cuando adquirió la propiedad ya estaba allí, y eso no le estorbaba. Lo que el hombre desconocía era que el árbol era la casa de un hada. Pequeña, hermosa, con una apariencia claramente atemporal, el hada verde pasaba sus días observando al nuevo propietario de la casa, y del patio por supuesto.
Ella era la vigilante silenciosa de su eterna soledad. Ella lo veía al salir a su trabajo por las mañanas, al regresar de nuevo cuando el sol se esconde tras la montaña. Ella disfrutaba verle cuidando de las plantas que tenía en su patio. Esa era la única tarea en donde el hombre se despojaba de aquél manto de frialdad amarga que tanto le gustaba vestir. Y a fuerza de observarle, el hada terminó amándole.
Pero ese amor no le hacía ansiar ser mujer de carne y hueso, tampoco pretendía besarle, sentirle o tenerle como acostumbramos los seres humanos. Ella hizo lo que todos los seres mágicos hacen cuando aman: dan. Con laborioso emprendimiento empezó a envolver su árbol con su amor: día a día visitaba raíces, hojas, el árbol entero, hasta su mínima fibra. Finalmente esperó a que lo sembrado diera frutos. Entonces se cumplió: el árbol dio su primer cosecha: naranjas dulces, frescas, de un amarillo chillón envidiable. El aroma dulzón embriagaba la casa. El hada estaba feliz: había ofrecido sus mejores frutos con la intención de robar una inesperada sonrisa de ese hombre.
Sin embargo, él ni siquiera los vio. La cosecha no llamó su atención. Las naranjas empezaron a caer sobre el zacate del gran patio, y juntas comenzaron el proceso propio de la naturaleza. Del aroma dulzón se pasó a fuertes muestras de fruta en proceso de putrefacción.
Entonces el aroma comenzó a molestar al hombre, quien al percatarse de lo sucedido, cayó en enfado al punto de decidir cortar a nuestro amigo, el árbol de naranjas. Y justo cuando el árbol caía, un grito desgarrador, claramente femenino, repercutió en sus oídos.
Dic. 2007
HippieQ