¡Qué despiche! Resulta que recuperar nuestros barrios del narco tiene un precio bien amargo, y no solo para los delincuentes. Detrás de cada pared derribada de esos ‘búnkeres’ que infestaban nuestras comunidades, hay historias de gente que ya había sido echada de su casa y ahora, encima, le cobran los pedazos para deshacerse de la mugre. Es un círculo vicioso que nos deja con sabor a soda gas.
La movida es así: familias inocentes, trabajadoras, terminan siendo desplazadas por bandas de narkos que toman posesión de sus propiedades a punta de amenazas, extorsión y hasta violencia. Estas viviendas se convierten en puntos de venta de droga, centros de operaciones para actividades ilegales que llevan el terror a los vecinos. Nadie quiere vivir cerca de eso, ni siquiera con pozol.
Pero ahí no termina la torta. Cuando las autoridades llegan para recuperar la propiedad y demoler el ‘búnker’, la pesadilla continúa. ¿Se imaginan? Ya despojados de su hogar, esas mismas familias reciben facturas astronómicas por los costos de la demolición y los impuestos municipales atrasados. Es como si el Estado, que debería protegerlos, les estuviera cobrando por ser víctimas.
Y ojo, porque si no pueden pagar esa suma exorbitante – hablamos de entre 10 y 20 millones de colones por búnker, ¡una barbaridad! – pierden definitivamente el terreno. Lo rematan. Pasan a manos de la municipalidad y ellos se quedan con las manos vacías, sin techo ni futuro. Es una dupla letal: primero te echa el narco, luego te aprieta el Estado. ¡Ay, papá!
El Ministerio de Seguridad Pública insiste en que esto es parte de la estrategia para combatir el narcomenudeo y recuperar la tranquilidad en nuestros barrios. Han demolido ya nueve estructuras en la Ciudadela 25 de Julio en Hatillo, como ejemplo de cómo se combate este flagelo. Dicen que es necesario para cortarles las alas a las bandas, y entiendo la intención, realmente. Pero ¿a qué costo humano?
Expertos en derechos humanos señalan que esta situación viola principios básicos de justicia y equidad. Argumentan que las víctimas del narcotráfico merecen apoyo y protección, no nuevas deudas que las hundan aún más. Algunos proponen crear fondos especiales para ayudar a estas familias a recuperar sus hogares o recibir compensaciones justas. Sería una mano extendida sincera, diay.
La situación plantea preguntas incómodas sobre la responsabilidad del Estado frente a las víctimas del crimen organizado. ¿Cómo podemos garantizar la seguridad de nuestros ciudadanos sin caer en prácticas que perpetúan la injusticia y la desigualdad? ¿No existe alguna forma de ofrecer una solución más humana y sostenible, que proteja tanto la comunidad como los derechos de quienes fueron perjudicados?
En fin, una historia que da que pensar. Entre tanta celebración por recuperar el control de nuestros barrios, es fundamental recordar a las personas reales que sufren las consecuencias. Entonces, compatriotas, díganme ustedes: ¿creemos que el Estado está haciendo suficiente para apoyar a estas familias afectadas por la problemática de los 'búnkeres', o deberíamos buscar alternativas más justas y solidarias?
La movida es así: familias inocentes, trabajadoras, terminan siendo desplazadas por bandas de narkos que toman posesión de sus propiedades a punta de amenazas, extorsión y hasta violencia. Estas viviendas se convierten en puntos de venta de droga, centros de operaciones para actividades ilegales que llevan el terror a los vecinos. Nadie quiere vivir cerca de eso, ni siquiera con pozol.
Pero ahí no termina la torta. Cuando las autoridades llegan para recuperar la propiedad y demoler el ‘búnker’, la pesadilla continúa. ¿Se imaginan? Ya despojados de su hogar, esas mismas familias reciben facturas astronómicas por los costos de la demolición y los impuestos municipales atrasados. Es como si el Estado, que debería protegerlos, les estuviera cobrando por ser víctimas.
Y ojo, porque si no pueden pagar esa suma exorbitante – hablamos de entre 10 y 20 millones de colones por búnker, ¡una barbaridad! – pierden definitivamente el terreno. Lo rematan. Pasan a manos de la municipalidad y ellos se quedan con las manos vacías, sin techo ni futuro. Es una dupla letal: primero te echa el narco, luego te aprieta el Estado. ¡Ay, papá!
El Ministerio de Seguridad Pública insiste en que esto es parte de la estrategia para combatir el narcomenudeo y recuperar la tranquilidad en nuestros barrios. Han demolido ya nueve estructuras en la Ciudadela 25 de Julio en Hatillo, como ejemplo de cómo se combate este flagelo. Dicen que es necesario para cortarles las alas a las bandas, y entiendo la intención, realmente. Pero ¿a qué costo humano?
Expertos en derechos humanos señalan que esta situación viola principios básicos de justicia y equidad. Argumentan que las víctimas del narcotráfico merecen apoyo y protección, no nuevas deudas que las hundan aún más. Algunos proponen crear fondos especiales para ayudar a estas familias a recuperar sus hogares o recibir compensaciones justas. Sería una mano extendida sincera, diay.
La situación plantea preguntas incómodas sobre la responsabilidad del Estado frente a las víctimas del crimen organizado. ¿Cómo podemos garantizar la seguridad de nuestros ciudadanos sin caer en prácticas que perpetúan la injusticia y la desigualdad? ¿No existe alguna forma de ofrecer una solución más humana y sostenible, que proteja tanto la comunidad como los derechos de quienes fueron perjudicados?
En fin, una historia que da que pensar. Entre tanta celebración por recuperar el control de nuestros barrios, es fundamental recordar a las personas reales que sufren las consecuencias. Entonces, compatriotas, díganme ustedes: ¿creemos que el Estado está haciendo suficiente para apoyar a estas familias afectadas por la problemática de los 'búnkeres', o deberíamos buscar alternativas más justas y solidarias?