Maes, no es por agüevarles el día, pero hay que hablar de una vara que se está saliendo de control en los coles del país. Resulta que me topé con una nota del Diario Extra que deja un sinsabor terrible, de esos que te hacen pensar en qué carajos estamos haciendo mal. El bombazo es este: según datos oficiales del MEP, en Costa Rica se están reportando un promedio de SIETE casos de bullying al día. Lean bien, siete güilas cada bendito día desde que empezó el curso lectivo. ¡Es un despiche total!
Diay, uno ve la cifra y se asusta, pero la cosa se pone peor cuando se rasca un poquito la superficie. El mismo informe señala que el MEP tiene, en promedio, un solo orientador por cada 400 estudiantes. ¡400! Imagínense a ese pobre profesional tratando de apagar incendios en un bosque entero con una botellita de agua. Mónica Barquero, la vocera del Colegio de Profesionales en Orientación, lo dice clarito: no dan abasto. Y aquí es donde la puerca tuerce el rabo, porque en medio de la ola de violencia que vive el país, que nuestros centros educativos estén así de desprotegidos es, sinceramente, una torta monumental por parte del sistema.
Pero el problema no es solo de personal. Según los expertos, como la psicóloga Ingrid Naranjo, los famosos protocolos del MEP son más papel que otra cosa. Suenan muy bonitos en una oficina en San José, pero en la vida real se quedan cortos. No contemplan, por ejemplo, un plan para reinsertar a la víctima sin que la estigmaticen, ni tampoco un tratamiento real para el agresor. O sea, se atiende el pleito del momento y listo, cada uno por su lado hasta que la bomba vuelva a explotar. Si a eso le sumamos que muchos profes ni siquiera saben cómo aplicar los protocolos porque nadie los capacita, la vara se convierte en un círculo vicioso. No es brete de ellos ser psicólogos, pero al final son la primera línea de defensa y los estamos mandando a la guerra sin fusil.
Lo que más preocupa es la proyección a futuro. La misma especialista advierte que, si la tendencia sigue así, para fin de año podríamos ver un aumento de hasta un 40% en los casos. ¡Qué sal la de esos güilas! Esto dejó de ser un problema de disciplina para convertirse en un tema de salud pública que nos afecta a todos. La estabilidad emocional de toda una generación se está yendo al traste mientras discutimos si ponemos más policías en las calles. Y sí, eso es importante, pero la violencia también se está cocinando a fuego lento en las aulas, y parece que a nadie le urge apagar esa cocina.
Al final del día, esto va más allá de un simple número. Cada uno de esos 714 casos reportados hasta junio es un güila que llega a la casa con miedo, un agresor que está replicando patrones de violencia y un sistema que está fallando miserablemente en proteger a los más vulnerables. Los protocolos, sin recursos, sin psicólogos y sin capacitación, no son más que un saludo a la bandera. La pregunta que nos tenemos que hacer es seria: más allá de señalar al MEP, ¿qué estamos haciendo mal como sociedad para que nuestros chiquillos estén llegando a estos niveles de violencia? ¿Es solo un brete del cole o esta vara empieza, en realidad, desde la casa?
Diay, uno ve la cifra y se asusta, pero la cosa se pone peor cuando se rasca un poquito la superficie. El mismo informe señala que el MEP tiene, en promedio, un solo orientador por cada 400 estudiantes. ¡400! Imagínense a ese pobre profesional tratando de apagar incendios en un bosque entero con una botellita de agua. Mónica Barquero, la vocera del Colegio de Profesionales en Orientación, lo dice clarito: no dan abasto. Y aquí es donde la puerca tuerce el rabo, porque en medio de la ola de violencia que vive el país, que nuestros centros educativos estén así de desprotegidos es, sinceramente, una torta monumental por parte del sistema.
Pero el problema no es solo de personal. Según los expertos, como la psicóloga Ingrid Naranjo, los famosos protocolos del MEP son más papel que otra cosa. Suenan muy bonitos en una oficina en San José, pero en la vida real se quedan cortos. No contemplan, por ejemplo, un plan para reinsertar a la víctima sin que la estigmaticen, ni tampoco un tratamiento real para el agresor. O sea, se atiende el pleito del momento y listo, cada uno por su lado hasta que la bomba vuelva a explotar. Si a eso le sumamos que muchos profes ni siquiera saben cómo aplicar los protocolos porque nadie los capacita, la vara se convierte en un círculo vicioso. No es brete de ellos ser psicólogos, pero al final son la primera línea de defensa y los estamos mandando a la guerra sin fusil.
Lo que más preocupa es la proyección a futuro. La misma especialista advierte que, si la tendencia sigue así, para fin de año podríamos ver un aumento de hasta un 40% en los casos. ¡Qué sal la de esos güilas! Esto dejó de ser un problema de disciplina para convertirse en un tema de salud pública que nos afecta a todos. La estabilidad emocional de toda una generación se está yendo al traste mientras discutimos si ponemos más policías en las calles. Y sí, eso es importante, pero la violencia también se está cocinando a fuego lento en las aulas, y parece que a nadie le urge apagar esa cocina.
Al final del día, esto va más allá de un simple número. Cada uno de esos 714 casos reportados hasta junio es un güila que llega a la casa con miedo, un agresor que está replicando patrones de violencia y un sistema que está fallando miserablemente en proteger a los más vulnerables. Los protocolos, sin recursos, sin psicólogos y sin capacitación, no son más que un saludo a la bandera. La pregunta que nos tenemos que hacer es seria: más allá de señalar al MEP, ¿qué estamos haciendo mal como sociedad para que nuestros chiquillos estén llegando a estos niveles de violencia? ¿Es solo un brete del cole o esta vara empieza, en realidad, desde la casa?