Maes, no sé ustedes, pero a veces uno lee una noticia que más que una noticia, se siente como un puñetazo en la cara. Y no de esos que uno ve venir, sino de los que lo agarran a uno descuidado, tomándose un café y pensando en la inmortalidad del cangrejo. La de hoy es una de esas. Resulta que el PANI, en los últimos dos años, ha tenido que atender a 427 menores de edad pidiendo plata en las calles. Cuatrocientos veintisiete. Repitan ese número en voz alta. No es una cifra abstracta de un reporte lejano; es el número de historias, de caritas que probablemente hemos visto en un semáforo y ante las que, seamos honestos, muchas veces no sabemos ni cómo reaccionar.
Lo primero que uno piensa, y el mismo PANI lo confirma, es que esta vara está directamente amarrada al despiche migratorio que vive el continente. La mayoría de estos chiquitos son venezolanos, seguidos por colombianos y ecuatorianos. Familias enteras que se juegan la vida cruzando países, con la esperanza de encontrar algo mejor, y que terminan varadas en nuestras aceras. Diay, es fácil caer en el discurso xenófobo y fácil, pero la realidad es mucho más enredada. Esto no es un problema que nació en Costa Rica, pero es uno que nos está tocando la puerta —y los vidrios del carro— todos los días. Es el síntoma de una crisis regional que ya no podemos ver por tele, porque la tenemos al frente, pidiéndonos una moneda para poder comer.
Y si el número general ya es para sentarse a pensar, cuando uno ve el detalle, la cosa se pone peor. De esos 427 güilas, ¡124 tenían entre 0 y 6 años! ¡Ciento veinticuatro! Bebés y niños en edad de kínder. Maes, ¡qué torta! Estamos hablando de chiquitos que deberían estar aprendiendo a colorear sin salirse de la raya, no a navegar el peligro de una avenida principal. Y casi 230 más son adolescentes. Es una generación entera cuya aula está siendo la calle, y cuyo futuro se está yendo al traste entre la indiferencia y la lástima de los que pasamos a la par. ¡Qué sal! Nacer en medio de un colapso nacional para luego tener que crecer en medio de la precariedad en un país ajeno.
Claro, no falta la respuesta institucional. El otro día, la Policía Municipal de San José hizo un operativo y se encontró a cinco hermanitos en estas. Se los llevaron, le hicieron un "apercibimiento" a la mamá y listo. ¿Suena a solución? Para nada. Suena a ponerle una curita a una hemorragia. Nadie niega que el brete del PANI y de la policía es un enredo de los mil demonios y que no tienen una varita mágica. Pero un regaño a una madre que, probablemente, está en una situación de desesperación absoluta, se siente como tratar de apagar un incendio con una pistola de agua. Es una medida que cumple con el protocolo, pero que en el fondo, todos sabemos que no resuelve la raíz del problema.
Al final, esta estadística de los 427 menores nos deja con un sabor amarguísimo. Es el reflejo de un problema que nos supera como país, pero que al mismo tiempo nos exige no ser indiferentes. Es un despiche humanitario que se manifiesta en cada semáforo y en cada parque. La pregunta que queda en el aire es densa y bien incómoda: como sociedad, ¿qué hacemos? Más allá de sentir lástima o molestia, ¿cuál es la jugada correcta? ¿Endurecer las políticas, crear programas de integración más robustos o simplemente resignarnos a que esta es la nueva cara de nuestras ciudades y evitar jalarnos una torta monumental por inacción? Los leo en los comentarios.
Lo primero que uno piensa, y el mismo PANI lo confirma, es que esta vara está directamente amarrada al despiche migratorio que vive el continente. La mayoría de estos chiquitos son venezolanos, seguidos por colombianos y ecuatorianos. Familias enteras que se juegan la vida cruzando países, con la esperanza de encontrar algo mejor, y que terminan varadas en nuestras aceras. Diay, es fácil caer en el discurso xenófobo y fácil, pero la realidad es mucho más enredada. Esto no es un problema que nació en Costa Rica, pero es uno que nos está tocando la puerta —y los vidrios del carro— todos los días. Es el síntoma de una crisis regional que ya no podemos ver por tele, porque la tenemos al frente, pidiéndonos una moneda para poder comer.
Y si el número general ya es para sentarse a pensar, cuando uno ve el detalle, la cosa se pone peor. De esos 427 güilas, ¡124 tenían entre 0 y 6 años! ¡Ciento veinticuatro! Bebés y niños en edad de kínder. Maes, ¡qué torta! Estamos hablando de chiquitos que deberían estar aprendiendo a colorear sin salirse de la raya, no a navegar el peligro de una avenida principal. Y casi 230 más son adolescentes. Es una generación entera cuya aula está siendo la calle, y cuyo futuro se está yendo al traste entre la indiferencia y la lástima de los que pasamos a la par. ¡Qué sal! Nacer en medio de un colapso nacional para luego tener que crecer en medio de la precariedad en un país ajeno.
Claro, no falta la respuesta institucional. El otro día, la Policía Municipal de San José hizo un operativo y se encontró a cinco hermanitos en estas. Se los llevaron, le hicieron un "apercibimiento" a la mamá y listo. ¿Suena a solución? Para nada. Suena a ponerle una curita a una hemorragia. Nadie niega que el brete del PANI y de la policía es un enredo de los mil demonios y que no tienen una varita mágica. Pero un regaño a una madre que, probablemente, está en una situación de desesperación absoluta, se siente como tratar de apagar un incendio con una pistola de agua. Es una medida que cumple con el protocolo, pero que en el fondo, todos sabemos que no resuelve la raíz del problema.
Al final, esta estadística de los 427 menores nos deja con un sabor amarguísimo. Es el reflejo de un problema que nos supera como país, pero que al mismo tiempo nos exige no ser indiferentes. Es un despiche humanitario que se manifiesta en cada semáforo y en cada parque. La pregunta que queda en el aire es densa y bien incómoda: como sociedad, ¿qué hacemos? Más allá de sentir lástima o molestia, ¿cuál es la jugada correcta? ¿Endurecer las políticas, crear programas de integración más robustos o simplemente resignarnos a que esta es la nueva cara de nuestras ciudades y evitar jalarnos una torta monumental por inacción? Los leo en los comentarios.