Bueno, gente, agárrense porque ya el Gobierno soltó la bomba anual: el Presupuesto Nacional para el 2026. Y como siempre, la cifra es de esas que marean y que uno ni sabe cuántos ceros lleva. Hablamos de ¢12,8 billones. Sí, con “b” de “¡bestialidad de plata!”. Pero más allá del numerito, la pregunta del millón es la de siempre: ¿de dónde va a salir todo ese chunche? Y la respuesta, para sorpresa de nadie, es que la mayor parte va a salir de nuestro brete, de nuestras compras, de nuestros bolsillos. Bienvenidos al show donde la casa siempre gana.
Vamos a desmenuzar la vara para que se entienda. Del total de ese platal, un 61,9% (¢7,9 billones) se va a financiar con “ingresos corrientes”. Traducción del lenguaje político al español: impuestos. El IVA que pagamos en el súper, la renta que nos rebajan del salario, el marchamo… todo suma a esa gigantesca alcancía. El 38,1% restante (que tampoco es poca cosa, son ¢4,8 billones) se pagará con lo de siempre: pidiendo prestado. O sea, más deuda pública. La historia de nunca acabar. Es como si para pagar las cuentas del mes, nuestro salario cubriera poco más de la mitad y el resto tuviéramos que tirarlo a la tarjeta de crédito. Un mes se aguanta, pero cuando se vuelve costumbre, la cosa se pone color de hormiga.
Ahora, aquí es donde entra el discurso oficial. El ministro de Hacienda, Rudolf Lücke, llegó a la Asamblea Legislativa con una sonrisa y nos vendió esta movida como un logro. Según él, el hecho de que ahora financiemos más del presupuesto con impuestos que con deuda (aparentemente hemos subido del 55,7% en 2018 al casi 62% de ahora) es una señal de salud financiera. Su argumento es que, si el Gobierno no sale a pedir plata prestada como loco, no compite con nosotros, los mortales, por los créditos. En teoría, eso evita que las tasas de interés para comprar casa, carro o para que las pymes inviertan se vayan a las nubes. Suena bonito, ¿verdad? Casi que a cachete. Es el típico "vean el vaso medio lleno".
Pero, mae, seamos realistas. Celebrar que dependemos un poquito menos de la tarjeta de crédito mientras le seguimos metiendo ¢4,8 billones en un solo año es, cuando menos, para analizarlo con lupa. Es una mejora, sí, nadie lo niega. Pero el hueco sigue siendo monumental. Ese 38% de deuda nueva significa que la bola de nieve no para de crecer y que, tarde o temprano, alguien tiene que pagarla (spoiler: nosotros y las futuras generaciones). Es una dualidad extraña: por un lado, se aplaude un pequeño paso hacia la sostenibilidad fiscal; por otro, la sombra de una deuda que no da tregua sigue ahí, cada vez más grande y más pesada.
Al final, la pelota queda en la cancha de los dipus en Cuesta de Moras. Tienen hasta finales de noviembre para aprobar, rechazar o modificar este monstruo de presupuesto. La discusión que se viene va a ser intensa, porque cada colón de esos ¢12,8 billones tiene nombre y apellido, y representa plata que sale de la bolsa de todos los ticos para financiar desde la educación y la salud hasta los salarios del sector público. La procesión va por dentro y, aunque el discurso oficial pinte un panorama de estabilidad, la realidad para el ciudadano de a pie es que el costo de mantener este país funcionando sigue siendo altísimo. Diay, maes, ¿ustedes qué opinan? ¿Es para aplaudir que dependamos "un poquito menos" de la deuda, o es la misma gata revolcada con otro lazo y al final los que pagamos el pato somos los mismos de siempre? ¿Se tragan el cuento de Hacienda o le ven el pelo a la sopa?
Vamos a desmenuzar la vara para que se entienda. Del total de ese platal, un 61,9% (¢7,9 billones) se va a financiar con “ingresos corrientes”. Traducción del lenguaje político al español: impuestos. El IVA que pagamos en el súper, la renta que nos rebajan del salario, el marchamo… todo suma a esa gigantesca alcancía. El 38,1% restante (que tampoco es poca cosa, son ¢4,8 billones) se pagará con lo de siempre: pidiendo prestado. O sea, más deuda pública. La historia de nunca acabar. Es como si para pagar las cuentas del mes, nuestro salario cubriera poco más de la mitad y el resto tuviéramos que tirarlo a la tarjeta de crédito. Un mes se aguanta, pero cuando se vuelve costumbre, la cosa se pone color de hormiga.
Ahora, aquí es donde entra el discurso oficial. El ministro de Hacienda, Rudolf Lücke, llegó a la Asamblea Legislativa con una sonrisa y nos vendió esta movida como un logro. Según él, el hecho de que ahora financiemos más del presupuesto con impuestos que con deuda (aparentemente hemos subido del 55,7% en 2018 al casi 62% de ahora) es una señal de salud financiera. Su argumento es que, si el Gobierno no sale a pedir plata prestada como loco, no compite con nosotros, los mortales, por los créditos. En teoría, eso evita que las tasas de interés para comprar casa, carro o para que las pymes inviertan se vayan a las nubes. Suena bonito, ¿verdad? Casi que a cachete. Es el típico "vean el vaso medio lleno".
Pero, mae, seamos realistas. Celebrar que dependemos un poquito menos de la tarjeta de crédito mientras le seguimos metiendo ¢4,8 billones en un solo año es, cuando menos, para analizarlo con lupa. Es una mejora, sí, nadie lo niega. Pero el hueco sigue siendo monumental. Ese 38% de deuda nueva significa que la bola de nieve no para de crecer y que, tarde o temprano, alguien tiene que pagarla (spoiler: nosotros y las futuras generaciones). Es una dualidad extraña: por un lado, se aplaude un pequeño paso hacia la sostenibilidad fiscal; por otro, la sombra de una deuda que no da tregua sigue ahí, cada vez más grande y más pesada.
Al final, la pelota queda en la cancha de los dipus en Cuesta de Moras. Tienen hasta finales de noviembre para aprobar, rechazar o modificar este monstruo de presupuesto. La discusión que se viene va a ser intensa, porque cada colón de esos ¢12,8 billones tiene nombre y apellido, y representa plata que sale de la bolsa de todos los ticos para financiar desde la educación y la salud hasta los salarios del sector público. La procesión va por dentro y, aunque el discurso oficial pinte un panorama de estabilidad, la realidad para el ciudadano de a pie es que el costo de mantener este país funcionando sigue siendo altísimo. Diay, maes, ¿ustedes qué opinan? ¿Es para aplaudir que dependamos "un poquito menos" de la deuda, o es la misma gata revolcada con otro lazo y al final los que pagamos el pato somos los mismos de siempre? ¿Se tragan el cuento de Hacienda o le ven el pelo a la sopa?