¡Ay, Dios mío! Quién iba a pensar que la pura idea de un país sin ejército llegaría a este brete. Resulta que seguimos siendo la envidia mundial por nuestra política pacifista, pero a qué costo, ¿eh? La cosa está más que clara: hemos cambiado los fusiles por paquetes y los cuarteles por laboratorios clandestinos. Ya no nos invaden ejércitos extranjeros, sino carteles mexicanos y colombianos que se creen dueños de nuestro territorio.
Recordemos que la abolición del ejército en 1948 fue un acto de valentía, un gesto que nos puso en el mapa mundial como faro de paz. Don José Figueres Ferrer, con su visión adelantada, apostó por invertir esos recursos en educación y salud, convencido de que la fuerza verdadera reside en el bienestar social, no en las armas. Pero la cosa es que, mientras tanto, otros no andaban pensando en cosas tan bonitas y seguían amontonando billetes traficando droga.
Hoy día, pasearse por San José o Limón ya no es lo mismo que hace unas décadas. Antes uno se sentía seguro, podía caminar tranquilo por la noche. Ahora, te metes en cualquier esquina y te topas con un tiro, un asalto o peor aún, con algún tipo de amenaza indirecta. Las estadísticas son escalofriantes: los homicidios han alcanzado niveles históricos, las bandas organizadas controlan barrios enteros y la policía, pues ahí anda, tratando de hacer frente a una marea imparable.
Y ni hablar de la corrupción, que se ha enquistado en todas las instituciones. El narco no solo paga para mover la mercancía, también paga para comprar voluntades, para influir en decisiones políticas y judiciales. ¡Es un negocio redondo, diay! Y mientras tanto, nosotros, los ciudadanos de a pie, seguimos viendo cómo se nos va la seguridad entre las manos, esperando que alguien haga algo urgente.
Pareciera que olvidamos la lección básica: la paz no es un regalo divino, sino un logro que hay que defenderlo a capa y espada. Abolir el ejército fue una decisión inteligente, sí, pero nunca definimos cómo proteger a la población de amenazas internas y externas. Nos quedamos cortos, amigos, muy cortos. Necesitábamos crear instituciones más fuertes, policías mejor entrenadas y sistemas de justicia más eficientes. Y eso no lo hicimos, o al menos, no lo hicimos a tiempo.
Ahora estamos pagando las consecuencias de esa omisión. El narco ofrece lo que el sistema no brinda: dinero fácil, poder y estatus social. Jóvenes desesperanzados, marginados y carentes de oportunidades caen presa de estas redes criminales, creyendo que encontraron una solución a sus problemas. Y así, el ciclo se repite, generando más violencia y más sufrimiento. La desigualdad social sigue siendo el caldo de cultivo perfecto para que florezcan estos flagelos.
¿Qué necesitamos ahora? Liderazgo político con visión de futuro, inversión masiva en programas sociales, fortalecimiento de las fuerzas policiales y judiciales, y, sobre todo, una estrategia nacional integral contra el narcotráfico y el crimen organizado. No podemos seguir parcheando la situación con medidas paliativas. Hay que atacar el problema de raíz, desde la prevención hasta la persecución. Y eso implica tomar decisiones difíciles, asumir riesgos y comprometer recursos. Pero si queremos recuperar la seguridad y la tranquilidad que perdimos, no hay otra alternativa.
En fin, Costa Rica se hizo famosa por ser un país en paz, pero hoy debemos admitir que estamos librando una guerra silenciosa contra el narcotráfico y la criminalidad organizada. Una guerra que nos está costando caro, tanto en vidas humanas como en estabilidad social. Entonces, yo pregunto: ¿cree usted que el modelo actual de seguridad pública es suficiente para enfrentar este desafío, o necesitamos replantearnos la forma en que protegemos a nuestros ciudadanos?
Recordemos que la abolición del ejército en 1948 fue un acto de valentía, un gesto que nos puso en el mapa mundial como faro de paz. Don José Figueres Ferrer, con su visión adelantada, apostó por invertir esos recursos en educación y salud, convencido de que la fuerza verdadera reside en el bienestar social, no en las armas. Pero la cosa es que, mientras tanto, otros no andaban pensando en cosas tan bonitas y seguían amontonando billetes traficando droga.
Hoy día, pasearse por San José o Limón ya no es lo mismo que hace unas décadas. Antes uno se sentía seguro, podía caminar tranquilo por la noche. Ahora, te metes en cualquier esquina y te topas con un tiro, un asalto o peor aún, con algún tipo de amenaza indirecta. Las estadísticas son escalofriantes: los homicidios han alcanzado niveles históricos, las bandas organizadas controlan barrios enteros y la policía, pues ahí anda, tratando de hacer frente a una marea imparable.
Y ni hablar de la corrupción, que se ha enquistado en todas las instituciones. El narco no solo paga para mover la mercancía, también paga para comprar voluntades, para influir en decisiones políticas y judiciales. ¡Es un negocio redondo, diay! Y mientras tanto, nosotros, los ciudadanos de a pie, seguimos viendo cómo se nos va la seguridad entre las manos, esperando que alguien haga algo urgente.
Pareciera que olvidamos la lección básica: la paz no es un regalo divino, sino un logro que hay que defenderlo a capa y espada. Abolir el ejército fue una decisión inteligente, sí, pero nunca definimos cómo proteger a la población de amenazas internas y externas. Nos quedamos cortos, amigos, muy cortos. Necesitábamos crear instituciones más fuertes, policías mejor entrenadas y sistemas de justicia más eficientes. Y eso no lo hicimos, o al menos, no lo hicimos a tiempo.
Ahora estamos pagando las consecuencias de esa omisión. El narco ofrece lo que el sistema no brinda: dinero fácil, poder y estatus social. Jóvenes desesperanzados, marginados y carentes de oportunidades caen presa de estas redes criminales, creyendo que encontraron una solución a sus problemas. Y así, el ciclo se repite, generando más violencia y más sufrimiento. La desigualdad social sigue siendo el caldo de cultivo perfecto para que florezcan estos flagelos.
¿Qué necesitamos ahora? Liderazgo político con visión de futuro, inversión masiva en programas sociales, fortalecimiento de las fuerzas policiales y judiciales, y, sobre todo, una estrategia nacional integral contra el narcotráfico y el crimen organizado. No podemos seguir parcheando la situación con medidas paliativas. Hay que atacar el problema de raíz, desde la prevención hasta la persecución. Y eso implica tomar decisiones difíciles, asumir riesgos y comprometer recursos. Pero si queremos recuperar la seguridad y la tranquilidad que perdimos, no hay otra alternativa.
En fin, Costa Rica se hizo famosa por ser un país en paz, pero hoy debemos admitir que estamos librando una guerra silenciosa contra el narcotráfico y la criminalidad organizada. Una guerra que nos está costando caro, tanto en vidas humanas como en estabilidad social. Entonces, yo pregunto: ¿cree usted que el modelo actual de seguridad pública es suficiente para enfrentar este desafío, o necesitamos replantearnos la forma en que protegemos a nuestros ciudadanos?