Ay, mae, la vida nos da batacas y a veces tenemos que apañarnos como podemos. Esta es la historia de Doña María, una señora luchadora que, al igual que miles de familias costarrricenses, está viviendo en condiciones precarias en una cuartería. Su caso, aunque doloroso, refleja una realidad que muchos preferimos ignorar: la creciente informalidad habitacional y la desesperación económica que lleva a personas dignas a buscar refugio donde sea posible.
Imagínate esto: te levantas todos los días con la incertidumbre de si vas a poder pagar el alquiler, si tus hijos tendrán qué comer, si podrán ir a la escuela. Eso es la pesadilla diaria de Doña María. Con tres chamacos a cargo, este mae se mata vendiendo snacks por toda la capital, tratando de juntar los colones necesarios para mantenerse a flote en una cuartería que, aunque ofrece un techo, lejos de ser un hogar, es más bien un lugar de paso.
Y ojo, que esto no es un caso aislado. Según datos de la Policía Municipal, en San José hay alrededor de 400 cuarterías, y a nivel nacional, la cifra podría superar las 2,700. Son miles de personas, familias enteras, atrapadas en una espiral de pobreza y exclusión social, buscando un resquicio para sobrevivir. Estas estructuras, muchas veces disfrazadas de hoteles o pensiones, ofrecen habitaciones pequeñas y hacinadas a precios bajos, pero a costa de la dignidad y la privacidad.
Doña María paga ¢100.000 cada quincena, lo que equivale a unos ¢6.600 diarios, por un espacio compartido en una de esas cuarterías ubicadas en el centro de San José. Se trata de una habitación con dos camas, un colchón extra, un baño compartido y una cocina comunitaria donde prepara la comida. Como le comenta ella, "No es cómodo, pero es lo que se puede pagar". Pero, díganme, ¿qué clase de futuro le podemos ofrecer a nuestros niños creciendo en esas condiciones?
Lo más triste de todo es que, incluso con ese esfuerzo titánico, Doña María enfrenta barreras para acceder a opciones de vivienda más decentes. Cuando intenta alquilar una casa pequeña o un apartamento, los dueños la rechazan argumentando que tiene demasiados hijos. "Me piden ¢200.000 o más, y encima no me lo quieren alquilar porque tengo tres niños", lamenta. Esa discriminación, amigos, es parte del problema, y demuestra la falta de sensibilidad de algunos propietarios hacia las necesidades de las familias vulnerables.
Marcelo Solano, director de la Policía Municipal, explica que las cuarterías no son todas iguales y que requieren un abordaje diferenciado según su origen y condiciones. Algunas son simples pensiones familiares que buscan complementar sus ingresos, mientras que otras son verdaderas posilgas operadas por individuos inescrupulosos que aprovechan la necesidad ajena. Estos últimos, como los que explotan a Doña María, suelen operar sin licencias del ICT y sin cumplir con las condiciones mínimas de higiene y seguridad. ¡Qué lata!
Este mae le salió en “hoteles o pensiones reconvertidos”: edificios que por fuera aparentan ser hoteles, pero en realidad operan clandestinamente, ofreciendo alojamiento a personas en situación de vulnerabilidad. Carecen de licencias y controles sanitarios, convirtiéndose en caldo de cultivo para problemas sociales y de salud pública. Una verdadera torta, sin exagerar. La supervisión estatal parece ser prácticamente nula, permitiendo que estos negocios prosperen a costa del bienestar de las personas más necesitadas.
La historia de Doña María es un llamado urgente a la acción. Necesitamos políticas públicas que aborden la problemática de la vivienda desde una perspectiva integral, que garanticen el acceso a hogares dignos para todas las familias costarricenses, especialmente aquellas que enfrentan mayores dificultades económicas. ¿Ustedes creen que debería haber programas gubernamentales más agresivos para ayudar a estas familias a acceder a una vivienda adecuada, o prefieren dejar que sigan viviendo en estas condiciones precarias? ¡Compartan sus ideas en el foro!
Imagínate esto: te levantas todos los días con la incertidumbre de si vas a poder pagar el alquiler, si tus hijos tendrán qué comer, si podrán ir a la escuela. Eso es la pesadilla diaria de Doña María. Con tres chamacos a cargo, este mae se mata vendiendo snacks por toda la capital, tratando de juntar los colones necesarios para mantenerse a flote en una cuartería que, aunque ofrece un techo, lejos de ser un hogar, es más bien un lugar de paso.
Y ojo, que esto no es un caso aislado. Según datos de la Policía Municipal, en San José hay alrededor de 400 cuarterías, y a nivel nacional, la cifra podría superar las 2,700. Son miles de personas, familias enteras, atrapadas en una espiral de pobreza y exclusión social, buscando un resquicio para sobrevivir. Estas estructuras, muchas veces disfrazadas de hoteles o pensiones, ofrecen habitaciones pequeñas y hacinadas a precios bajos, pero a costa de la dignidad y la privacidad.
Doña María paga ¢100.000 cada quincena, lo que equivale a unos ¢6.600 diarios, por un espacio compartido en una de esas cuarterías ubicadas en el centro de San José. Se trata de una habitación con dos camas, un colchón extra, un baño compartido y una cocina comunitaria donde prepara la comida. Como le comenta ella, "No es cómodo, pero es lo que se puede pagar". Pero, díganme, ¿qué clase de futuro le podemos ofrecer a nuestros niños creciendo en esas condiciones?
Lo más triste de todo es que, incluso con ese esfuerzo titánico, Doña María enfrenta barreras para acceder a opciones de vivienda más decentes. Cuando intenta alquilar una casa pequeña o un apartamento, los dueños la rechazan argumentando que tiene demasiados hijos. "Me piden ¢200.000 o más, y encima no me lo quieren alquilar porque tengo tres niños", lamenta. Esa discriminación, amigos, es parte del problema, y demuestra la falta de sensibilidad de algunos propietarios hacia las necesidades de las familias vulnerables.
Marcelo Solano, director de la Policía Municipal, explica que las cuarterías no son todas iguales y que requieren un abordaje diferenciado según su origen y condiciones. Algunas son simples pensiones familiares que buscan complementar sus ingresos, mientras que otras son verdaderas posilgas operadas por individuos inescrupulosos que aprovechan la necesidad ajena. Estos últimos, como los que explotan a Doña María, suelen operar sin licencias del ICT y sin cumplir con las condiciones mínimas de higiene y seguridad. ¡Qué lata!
Este mae le salió en “hoteles o pensiones reconvertidos”: edificios que por fuera aparentan ser hoteles, pero en realidad operan clandestinamente, ofreciendo alojamiento a personas en situación de vulnerabilidad. Carecen de licencias y controles sanitarios, convirtiéndose en caldo de cultivo para problemas sociales y de salud pública. Una verdadera torta, sin exagerar. La supervisión estatal parece ser prácticamente nula, permitiendo que estos negocios prosperen a costa del bienestar de las personas más necesitadas.
La historia de Doña María es un llamado urgente a la acción. Necesitamos políticas públicas que aborden la problemática de la vivienda desde una perspectiva integral, que garanticen el acceso a hogares dignos para todas las familias costarricenses, especialmente aquellas que enfrentan mayores dificultades económicas. ¿Ustedes creen que debería haber programas gubernamentales más agresivos para ayudar a estas familias a acceder a una vivienda adecuada, o prefieren dejar que sigan viviendo en estas condiciones precarias? ¡Compartan sus ideas en el foro!