En el marco de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Océano (UNOC3) en Niza, Francia, las cámaras captaron un momento insólito: el presidente costarricense Rodrigo Chaves colocándole, casi ceremoniosamente, un pin de jaguar dorado en el saco al mismísimo Emmanuel Macron, presidente de Francia. ¿Un acto simbólico de diplomacia? ¿Una simple cortesía? ¿O el inicio de una amistad política de alto calibre con aroma a café y croissant?
Lo cierto es que el gesto —inmortalizado en sonrisas, selfies y aplausos silenciosos de asesores franceses que no entendían muy bien qué era ese animal felino en miniatura— tiene más carga simbólica de la que podría parecer. El jaguar, emblema de la administración Chaves, ha sido vendido como metáfora del “poderío económico” y la “nueva Costa Rica”, una bestia tropical que corre suelto en el Wall Street de la esperanza. Al colocarlo en la solapa del presidente Macron, el mensaje fue claro: Costa Rica no solo exporta piña, también autoestima diplomática.
Este tipo de interacciones no son un capricho exótico. Históricamente, la relación entre Francia y Costa Rica ha estado marcada por el respeto mutuo en temas de democracia, educación y medio ambiente. Francia fue uno de los primeros países europeos en mostrar interés por la excepcionalidad costarricense: sin ejército, con universidades públicas sólidas y con una clase política que, aunque salpicada de escándalos, al menos no anda invadiendo países. Costa Rica, por su parte, ha mirado a Francia como ese primo sofisticado que sabe de vinos, tiene buen gusto por la cultura y un sistema de salud que funciona… a veces.
Pero el intercambio reciente va más allá del protocolo. En una cumbre plagada de trajes oscuros, discursos vacíos y promesas azules sobre mares y sostenibilidad, Rodrigo Chaves logró lo que pocos mandatarios latinoamericanos consiguen en eventos globales: ser recordado. No por un escándalo, no por una protesta, no por una metida de pata diplomática, sino por regalar un símbolo propio a un jefe de Estado europeo. Es como si alguien de barrio le regalara su anillo de promoción a un aristócrata, y este lo recibiera con una sonrisa genuina.
Desde una perspectiva crítica, no se puede pasar por alto que el acto también funciona como una narrativa cuidadosamente orquestada para reforzar la imagen internacional del presidente costarricense. En un mundo donde las redes sociales fabrican diplomacia con filtros y hashtags, un pin puede más que mil memorándums. Macron, curtido en relaciones internacionales, no necesitaba ese accesorio. Pero lo aceptó. Y al hacerlo, elevó la pequeña escena a una plataforma de validación global para Chaves.
¿Fue esto un punto alto para la política exterior costarricense o simplemente un golpe de suerte bien fotografiado? Ambas cosas pueden ser ciertas. En un país donde los políticos suelen ser recordados por sus tropiezos más que por sus logros, ver a un presidente costarricense repartiendo símbolos de identidad nacional a figuras de poder internacional despierta tanto orgullo como escepticismo. Y ese es, precisamente, el terreno fértil de toda democracia: admirar, cuestionar y, ojalá, exigir más.
Porque si algo enseña el jaguar, además de correr rápido y tener garras afiladas, es que la presencia debe ser firme pero elegante. Y si eso se puede convertir en política exterior, bienvenida sea la jungla diplomática.
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Lo cierto es que el gesto —inmortalizado en sonrisas, selfies y aplausos silenciosos de asesores franceses que no entendían muy bien qué era ese animal felino en miniatura— tiene más carga simbólica de la que podría parecer. El jaguar, emblema de la administración Chaves, ha sido vendido como metáfora del “poderío económico” y la “nueva Costa Rica”, una bestia tropical que corre suelto en el Wall Street de la esperanza. Al colocarlo en la solapa del presidente Macron, el mensaje fue claro: Costa Rica no solo exporta piña, también autoestima diplomática.
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Pero el intercambio reciente va más allá del protocolo. En una cumbre plagada de trajes oscuros, discursos vacíos y promesas azules sobre mares y sostenibilidad, Rodrigo Chaves logró lo que pocos mandatarios latinoamericanos consiguen en eventos globales: ser recordado. No por un escándalo, no por una protesta, no por una metida de pata diplomática, sino por regalar un símbolo propio a un jefe de Estado europeo. Es como si alguien de barrio le regalara su anillo de promoción a un aristócrata, y este lo recibiera con una sonrisa genuina.
Desde una perspectiva crítica, no se puede pasar por alto que el acto también funciona como una narrativa cuidadosamente orquestada para reforzar la imagen internacional del presidente costarricense. En un mundo donde las redes sociales fabrican diplomacia con filtros y hashtags, un pin puede más que mil memorándums. Macron, curtido en relaciones internacionales, no necesitaba ese accesorio. Pero lo aceptó. Y al hacerlo, elevó la pequeña escena a una plataforma de validación global para Chaves.
¿Fue esto un punto alto para la política exterior costarricense o simplemente un golpe de suerte bien fotografiado? Ambas cosas pueden ser ciertas. En un país donde los políticos suelen ser recordados por sus tropiezos más que por sus logros, ver a un presidente costarricense repartiendo símbolos de identidad nacional a figuras de poder internacional despierta tanto orgullo como escepticismo. Y ese es, precisamente, el terreno fértil de toda democracia: admirar, cuestionar y, ojalá, exigir más.
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