El lunes 21 de abril de 2025 pasará a la historia no solo por marcar el fin del pontificado de Jorge Mario Bergoglio, sino también por sellar, con tono fúnebre y definitivo, lo que muchos ya sospechaban: probablemente el único Papa latinoamericano ya fue, y no habrá otro.
A los 88 años, el líder religioso falleció en la Casa Santa Marta del Vaticano tras una prolongada batalla contra la neumonía, dejando una silla vacía en el corazón de millones y una más difícil aún de llenar en los pasillos del poder vaticano.
Francisco no solo rompió moldes por venir “del fin del mundo”, como él mismo dijo al ser elegido en 2013. Fue el primer jesuita en ocupar el trono de Pedro, el primer Papa nacido en América y, más aún, el primero que desafió abiertamente estructuras, lujos y costumbres medievales anquilosadas con la naturalidad de quien se pone un par de zapatos viejos. Su pontificado, lleno de gestos simbólicos —y otros muy concretos—, intentó modernizar una institución que envejece a ritmo de cónclave.
Sin embargo, más allá de sus reformas y posturas progresistas, su origen latinoamericano parecía ser un símbolo de esperanza para una región históricamente relegada en las esferas de poder eclesial. Pero esa esperanza parece haber muerto con él. En más de dos mil años de historia, ningún otro latinoamericano siquiera rozó con seriedad las votaciones finales en un cónclave. Y aunque muchos quieran creer que su elección abrió la puerta para más diversidad geográfica en el papado, los hechos apuntan hacia otro lado: hacia un retorno a los cardenales europeos, viejos conocidos del sistema, guardianes del statu quo y de los dogmas que Francisco tanto incomodó.
La muerte de Francisco no solo marca el fin de una era sino que plantea preguntas incómodas sobre el futuro inmediato de la Iglesia Católica.
¿Volverán las sotanas a los tronos barrocos, los anillos de oro al poder absoluto, y los silencios cómplices a ocupar el lugar de las voces que él alzó?
Porque si algo hizo Francisco fue hablar, incluso cuando el guion pedía silencio. Se atrevió a decir que la Iglesia debía pedir perdón, que el capitalismo salvaje no tenía lugar, que los migrantes no eran una amenaza y que los pobres eran el verdadero tesoro de la humanidad.
Pero ser latinoamericano nunca fue solo un dato biográfico.
Era un posicionamiento político.
Su mirada venía cargada de barrios marginados, dictaduras, desigualdad, y mate compartido con abuelas que rezaban por la comida más que por la salvación. Con él, se coló en el Vaticano un aroma a pueblo, a empanadas y a contradicción.
Y eso, para algunos, fue demasiado.
Hoy, mientras líderes mundiales decretan días de luto y las misas se multiplican como pan bendito, queda una verdad incómoda: América Latina probablemente no vuelva a tener un Papa. El sistema eclesiástico no está hecho para quienes incomodan, sino para quienes encajan. Y Francisco, aunque haya sido Papa, nunca terminó de encajar.
En su ataúd viaja más que un cuerpo. Se entierra también una posibilidad. Se sepulta la representación de un continente que aún cree, pero ya no espera. Porque una vez más, como tantas otras en la historia, América Latina sirvió para inspirar… pero no para permanecer.
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Francisco no solo rompió moldes por venir “del fin del mundo”, como él mismo dijo al ser elegido en 2013. Fue el primer jesuita en ocupar el trono de Pedro, el primer Papa nacido en América y, más aún, el primero que desafió abiertamente estructuras, lujos y costumbres medievales anquilosadas con la naturalidad de quien se pone un par de zapatos viejos. Su pontificado, lleno de gestos simbólicos —y otros muy concretos—, intentó modernizar una institución que envejece a ritmo de cónclave.
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Sin embargo, más allá de sus reformas y posturas progresistas, su origen latinoamericano parecía ser un símbolo de esperanza para una región históricamente relegada en las esferas de poder eclesial. Pero esa esperanza parece haber muerto con él. En más de dos mil años de historia, ningún otro latinoamericano siquiera rozó con seriedad las votaciones finales en un cónclave. Y aunque muchos quieran creer que su elección abrió la puerta para más diversidad geográfica en el papado, los hechos apuntan hacia otro lado: hacia un retorno a los cardenales europeos, viejos conocidos del sistema, guardianes del statu quo y de los dogmas que Francisco tanto incomodó.
La muerte de Francisco no solo marca el fin de una era sino que plantea preguntas incómodas sobre el futuro inmediato de la Iglesia Católica.
¿Volverán las sotanas a los tronos barrocos, los anillos de oro al poder absoluto, y los silencios cómplices a ocupar el lugar de las voces que él alzó?
Porque si algo hizo Francisco fue hablar, incluso cuando el guion pedía silencio. Se atrevió a decir que la Iglesia debía pedir perdón, que el capitalismo salvaje no tenía lugar, que los migrantes no eran una amenaza y que los pobres eran el verdadero tesoro de la humanidad.
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Pero ser latinoamericano nunca fue solo un dato biográfico.
Era un posicionamiento político.
Su mirada venía cargada de barrios marginados, dictaduras, desigualdad, y mate compartido con abuelas que rezaban por la comida más que por la salvación. Con él, se coló en el Vaticano un aroma a pueblo, a empanadas y a contradicción.
Y eso, para algunos, fue demasiado.
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Hoy, mientras líderes mundiales decretan días de luto y las misas se multiplican como pan bendito, queda una verdad incómoda: América Latina probablemente no vuelva a tener un Papa. El sistema eclesiástico no está hecho para quienes incomodan, sino para quienes encajan. Y Francisco, aunque haya sido Papa, nunca terminó de encajar.
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En su ataúd viaja más que un cuerpo. Se entierra también una posibilidad. Se sepulta la representación de un continente que aún cree, pero ya no espera. Porque una vez más, como tantas otras en la historia, América Latina sirvió para inspirar… pero no para permanecer.
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