Mae, hay varas que a uno simplemente no le caben en la cabeza, y esta es una de esas. Imagínense la escena: usted es una mamá joven, su güila de cuatro años tiene autismo no verbal, y la única salida que lo mantiene tranquilo es ir a comerse una pizza y una dona a un lugar de rutina. Un día, como cualquier otro, usted llega a ese mismo restaurante y, de la nada, le dicen que ni se le ocurra entrar. ¿La razón? El 'comportamiento' de su hijo. ¡Qué torta! Esto no es un chisme de farándula, pasó en el Reino Unido en una cadena famosísima llamada Greggs, y el despiche que se armó tiene toda la razón de ser, porque toca una fibra que duele: la falta de empatía pura y dura.
La vara es que Zoe Glover, la mamá, contó que su hijo Ruben no se puede quedar quieto mucho tiempo. Por su condición, a veces salta o aplaude, cosas de un chiquito que se expresa diferente. Para ellos, ir a ese restaurante era más que un simple antojo; era un ancla, una rutina que le daba paz al niño. Pero parece que al gerente del local esa paz le estorbaba. En la última visita, un empleado le paró el alto en la puerta y le dijo que por órdenes de arriba, ya no les podían vender nada por cómo se había portado Ruben la vez anterior. O sea, castigado por ser él mismo. Una decisión que no solo es un error de servicio al cliente, sino una falta de humanidad que asusta.
Aquí es donde la cosa se pone peor. Zoe, con toda la razón del mundo, lo calificó de discriminación. Y diay, ¿cómo no? Prohibirle la entrada a un niño de cuatro años es una salvajada, pero hacerlo por una condición que no puede controlar es simplemente cruel. Ella cuenta que durante el incidente, con todo el mundo viéndolos, Ruben no entendía por qué su mamá estaba discutiendo y por qué no podían comprar su pizza. El resultado fue el esperado: el niño, confundido y frustrado, hizo un berrinche. La misma gente que provocó el problema se quedó viendo el 'espectáculo' que ellos mismos montaron. ¡Qué sal! Uno se pone en los zapatos de esa mamá y se le revuelve el estómago.
Y como si la humillación no fuera suficiente, la respuesta de la empresa fue la cereza en el pastel de la torpeza. Greggs sacó el típico comunicado corporativo pidiendo disculpas, diciendo que 'no refleja su política' y que iban a investigar. Pura paja. Para 'compensar' el daño emocional, el mal rato y la exposición pública, ¿saben qué le ofrecieron? Un cupón de 15 libras, que son como 10 rojos. ¡Diez rojos! Mae, con eso no se compra ni la dignidad que le pisotearon. Es un gesto que, en lugar de arreglar, ofende más. Demuestra que no entendieron absolutamente nada del problema de fondo: la necesidad urgente de capacitar a su personal para que sepan tratar a personas con realidades distintas.
Al final, lo que queda es una mamá con el corazón hecho un nudo y con miedo de volver a salir con su hijo a cualquier lugar público. Zoe confesó que ahora vive con la ansiedad de ser juzgada o rechazada de nuevo. Y esa es la verdadera tragedia de esta historia. No es solo el restaurante o el cupón; es la cicatriz que deja la ignorancia en la gente. Esta vara, aunque pasó al otro lado del charco, nos tiene que poner a pensar. ¿Qué tan preparados estamos aquí en Tiquicia para estas situaciones? ¿Cuánta paciencia y empatía vemos en los comercios de por acá? Les dejo la pregunta abierta. Cuenten, que el foro es para eso.
La vara es que Zoe Glover, la mamá, contó que su hijo Ruben no se puede quedar quieto mucho tiempo. Por su condición, a veces salta o aplaude, cosas de un chiquito que se expresa diferente. Para ellos, ir a ese restaurante era más que un simple antojo; era un ancla, una rutina que le daba paz al niño. Pero parece que al gerente del local esa paz le estorbaba. En la última visita, un empleado le paró el alto en la puerta y le dijo que por órdenes de arriba, ya no les podían vender nada por cómo se había portado Ruben la vez anterior. O sea, castigado por ser él mismo. Una decisión que no solo es un error de servicio al cliente, sino una falta de humanidad que asusta.
Aquí es donde la cosa se pone peor. Zoe, con toda la razón del mundo, lo calificó de discriminación. Y diay, ¿cómo no? Prohibirle la entrada a un niño de cuatro años es una salvajada, pero hacerlo por una condición que no puede controlar es simplemente cruel. Ella cuenta que durante el incidente, con todo el mundo viéndolos, Ruben no entendía por qué su mamá estaba discutiendo y por qué no podían comprar su pizza. El resultado fue el esperado: el niño, confundido y frustrado, hizo un berrinche. La misma gente que provocó el problema se quedó viendo el 'espectáculo' que ellos mismos montaron. ¡Qué sal! Uno se pone en los zapatos de esa mamá y se le revuelve el estómago.
Y como si la humillación no fuera suficiente, la respuesta de la empresa fue la cereza en el pastel de la torpeza. Greggs sacó el típico comunicado corporativo pidiendo disculpas, diciendo que 'no refleja su política' y que iban a investigar. Pura paja. Para 'compensar' el daño emocional, el mal rato y la exposición pública, ¿saben qué le ofrecieron? Un cupón de 15 libras, que son como 10 rojos. ¡Diez rojos! Mae, con eso no se compra ni la dignidad que le pisotearon. Es un gesto que, en lugar de arreglar, ofende más. Demuestra que no entendieron absolutamente nada del problema de fondo: la necesidad urgente de capacitar a su personal para que sepan tratar a personas con realidades distintas.
Al final, lo que queda es una mamá con el corazón hecho un nudo y con miedo de volver a salir con su hijo a cualquier lugar público. Zoe confesó que ahora vive con la ansiedad de ser juzgada o rechazada de nuevo. Y esa es la verdadera tragedia de esta historia. No es solo el restaurante o el cupón; es la cicatriz que deja la ignorancia en la gente. Esta vara, aunque pasó al otro lado del charco, nos tiene que poner a pensar. ¿Qué tan preparados estamos aquí en Tiquicia para estas situaciones? ¿Cuánta paciencia y empatía vemos en los comercios de por acá? Les dejo la pregunta abierta. Cuenten, que el foro es para eso.
