La vara es que uno llega a Corcovado y de una entiende que no está en el Parque de la Paz. Apenas poniendo un pie en una de esas trochas, con un guía como Danny Herrera contándote de la vez que un puma lo stalkeó, el chip te cambia. No es vara, el lugar es otro nivel. El sonido no es de carros, es de tucanes, momotos y el mar rompiendo a lo lejos. Ves un pizote cruzar como si nada y te das cuenta de que ahí, el que está de visita, el que no pertenece, sos vos. Y como dice Danny, ni te preocupés por los pumas; los saínos, las terciopelos o el cocodrilo que te ve con cara de desayuno son el verdadero dolor de cabeza.
Y es que Corcovado es una salvajada, en el mejor sentido de la palabra. Este año el parque cumple 50 años, medio siglo de ser, sin paja, uno de los chunches más valiosos que tiene este país. Estamos hablando de un pedacito de tierra en la Península de Osa que tiene, agárrense, el 2.5% de TODA la biodiversidad del planeta. ¡Qué nivel! Para que se hagan una idea, es como meter toda la vida salvaje que uno ve en documentales en un área del tamaño de la isla de Barbados. Es un chuzo de lugar, un tesoro que se ha mantenido increíblemente prístino gracias a que, por décadas, fue el “lejano oeste” de Tiquicia, un lugar donde el acceso era un despiche y eso, irónicamente, lo salvó.
Pero aquí es donde la puerca tuerce el rabo. Para celebrar los 50 años, parece que la visión ha cambiado y no para bien. Resulta que al SINAC se le ocurrió la brillante idea de duplicar el número de visitantes diarios en la ruta más popular, la de La Sirena, pasando de 120 a 240 personas. Y lo hicieron sin preguntarle a nadie. Ifigenia Garita, una bióloga que lleva años llevando gente al parque, está que echa chispas. Dice que no hubo estudios de impacto, no hubo consultas, nada. Simplemente se mandaron. Es la receta perfecta para que todo se vaya al traste, privilegiando la plata rápida sobre el turismo sostenible de bajo impacto que tanto costó construir.
Y esa es solo la punta del iceberg. Esa decisión es un síntoma de una vara mucho más grande y preocupante. Ya abrieron el primer hotel de una cadena gringa (un Hilton, nada menos), hay planes para una carretera pavimentada que rodee la península y, la cereza del pastel, se sigue hablando de un aeropuerto internacional en Puerto Jiménez. ¡Un aeropuerto internacional! Como dice Ifigenia, en Costa Rica a veces somos unos cargas para el *greenwashing*: nos llenamos la boca con estadísticas de biodiversidad y áreas protegidas, pero por debajo de la mesa se cocinan proyectos que contradicen todo ese discurso. Es un recordatorio de que ese equilibrio tan delicado puede romperse en cualquier momento.
Por dicha, no todo está perdido. Hay gente que sí se la está jugando por Osa. Organizaciones como la Fundación Corcovado y Conservación Osa le están poniendo el pecho a las balas, haciendo el brete que a veces las instituciones no hacen: educación ambiental en las escuelas, proyectos de turismo comunitario, restauración de hábitats y hasta un programa para proteger nidos de tortugas que ha salvado a miles. La lucha de ellos es crear corredores biológicos, que los jaguares y las dantas puedan moverse más allá de los límites del parque. Es la prueba de que cuando la comunidad se organiza, se pueden hacer varas muy tuanis. Al final, como dice Danilo, otro guía con más kilómetros en Corcovado que un taxi de San José, "es nuestra responsabilidad protegerlo".
Diay, maes, honestamente, ¿creen que las autoridades se están jalando una torta con el futuro de Corcovado o es un mal necesario para el desarrollo de la zona? ¿Qué harían ustedes?
Y es que Corcovado es una salvajada, en el mejor sentido de la palabra. Este año el parque cumple 50 años, medio siglo de ser, sin paja, uno de los chunches más valiosos que tiene este país. Estamos hablando de un pedacito de tierra en la Península de Osa que tiene, agárrense, el 2.5% de TODA la biodiversidad del planeta. ¡Qué nivel! Para que se hagan una idea, es como meter toda la vida salvaje que uno ve en documentales en un área del tamaño de la isla de Barbados. Es un chuzo de lugar, un tesoro que se ha mantenido increíblemente prístino gracias a que, por décadas, fue el “lejano oeste” de Tiquicia, un lugar donde el acceso era un despiche y eso, irónicamente, lo salvó.
Pero aquí es donde la puerca tuerce el rabo. Para celebrar los 50 años, parece que la visión ha cambiado y no para bien. Resulta que al SINAC se le ocurrió la brillante idea de duplicar el número de visitantes diarios en la ruta más popular, la de La Sirena, pasando de 120 a 240 personas. Y lo hicieron sin preguntarle a nadie. Ifigenia Garita, una bióloga que lleva años llevando gente al parque, está que echa chispas. Dice que no hubo estudios de impacto, no hubo consultas, nada. Simplemente se mandaron. Es la receta perfecta para que todo se vaya al traste, privilegiando la plata rápida sobre el turismo sostenible de bajo impacto que tanto costó construir.
Y esa es solo la punta del iceberg. Esa decisión es un síntoma de una vara mucho más grande y preocupante. Ya abrieron el primer hotel de una cadena gringa (un Hilton, nada menos), hay planes para una carretera pavimentada que rodee la península y, la cereza del pastel, se sigue hablando de un aeropuerto internacional en Puerto Jiménez. ¡Un aeropuerto internacional! Como dice Ifigenia, en Costa Rica a veces somos unos cargas para el *greenwashing*: nos llenamos la boca con estadísticas de biodiversidad y áreas protegidas, pero por debajo de la mesa se cocinan proyectos que contradicen todo ese discurso. Es un recordatorio de que ese equilibrio tan delicado puede romperse en cualquier momento.
Por dicha, no todo está perdido. Hay gente que sí se la está jugando por Osa. Organizaciones como la Fundación Corcovado y Conservación Osa le están poniendo el pecho a las balas, haciendo el brete que a veces las instituciones no hacen: educación ambiental en las escuelas, proyectos de turismo comunitario, restauración de hábitats y hasta un programa para proteger nidos de tortugas que ha salvado a miles. La lucha de ellos es crear corredores biológicos, que los jaguares y las dantas puedan moverse más allá de los límites del parque. Es la prueba de que cuando la comunidad se organiza, se pueden hacer varas muy tuanis. Al final, como dice Danilo, otro guía con más kilómetros en Corcovado que un taxi de San José, "es nuestra responsabilidad protegerlo".
Diay, maes, honestamente, ¿creen que las autoridades se están jalando una torta con el futuro de Corcovado o es un mal necesario para el desarrollo de la zona? ¿Qué harían ustedes?