Hola. Soy una mujer de 44 años. Mido 1.76. Soy guapa, lo sé, me lo han dicho toda la vida, pero también soy mucho más que eso. Soy de esas que sabe cómo mirar y decirlo todo sin hablar. Soy fuego bajo la piel. Y llevaba años, muchos años, apagada. Tocada, sí. Follada, también. Pero no amada desde el sexo. No poseída con hambre. No adorada como lo hizo él.
Él… un hombre de 74 años. Sí, setenta y cuatro. Un viejo, como le dirían muchos. Feo, roto, con el cuerpo vencido por la vida, pero con una mente afilada, sucia, deliciosa. Tenía 12 años sin estar con una mujer. Doce. Y fue conmigo que volvió a sentir carne contra carne. Fui yo quien lo llevó al límite. Y él… me hizo volver a creer en el sexo.
Desde la primera conversación lo supe. Me hablaba y ya me mojaba. Tenía ese tono bajo, firme, que te entra por el oído y te resbala por el clítoris. Me decía obscenidades con una elegancia brutal. Me imaginaba cosas. Me hacía decirle cosas. Y yo, que creía haber vivido todo, me descubrí obediente, curiosa, feroz.
Planeábamos encuentros como amantes imposibles. Éramos dos almas sueltas con cadenas. Pero cuando nos vimos… todo estalló.
No fue rápido. No fue brusco. Fue seducción pura. Me miraba como si nunca hubiera visto una mujer desnuda. Me acarició como si mis muslos fueran seda. Me besó el cuello, los hombros, las tetas… y cuando por fin bajó, su lengua era un milagro.
Nunca nadie me había comido así. Con esa lentitud, con esa devoción. Como si rezara en mi entrepierna. Yo abrí las piernas y grité su nombre con los dedos enterrados en su cabeza canosa.
Y después… su cuerpo. Viejo, sí. Pero duro. Increíble. Entró en mí con la fuerza de quien regresa del desierto. Me folló con amor y con rabia. Me dio placer como si fuera su única misión en la vida. Y yo me vine tantas veces que perdí la cuenta. Gemí, grité, lloré. Me corrí mientras él me decía que era suya. Que nadie me haría sentir así.
Y no mentía.
Desde ese día, ya no fui la misma. Él me despertó. Me quemó desde dentro. Me hizo mujer otra vez. Me convertí en su adicción, y él, en el único que supo tocar mi alma desde el sexo.
Y ahora, lo escribo porque me lo pidió. Pero también porque me duele. Porque aún lo sueño. Porque nadie, absolutamente nadie, me ha hecho sentir lo que él me hizo sentir entre esas sábanas calientes y húmedas.
Él… un hombre de 74 años. Sí, setenta y cuatro. Un viejo, como le dirían muchos. Feo, roto, con el cuerpo vencido por la vida, pero con una mente afilada, sucia, deliciosa. Tenía 12 años sin estar con una mujer. Doce. Y fue conmigo que volvió a sentir carne contra carne. Fui yo quien lo llevó al límite. Y él… me hizo volver a creer en el sexo.
Desde la primera conversación lo supe. Me hablaba y ya me mojaba. Tenía ese tono bajo, firme, que te entra por el oído y te resbala por el clítoris. Me decía obscenidades con una elegancia brutal. Me imaginaba cosas. Me hacía decirle cosas. Y yo, que creía haber vivido todo, me descubrí obediente, curiosa, feroz.
Planeábamos encuentros como amantes imposibles. Éramos dos almas sueltas con cadenas. Pero cuando nos vimos… todo estalló.
No fue rápido. No fue brusco. Fue seducción pura. Me miraba como si nunca hubiera visto una mujer desnuda. Me acarició como si mis muslos fueran seda. Me besó el cuello, los hombros, las tetas… y cuando por fin bajó, su lengua era un milagro.
Nunca nadie me había comido así. Con esa lentitud, con esa devoción. Como si rezara en mi entrepierna. Yo abrí las piernas y grité su nombre con los dedos enterrados en su cabeza canosa.
Y después… su cuerpo. Viejo, sí. Pero duro. Increíble. Entró en mí con la fuerza de quien regresa del desierto. Me folló con amor y con rabia. Me dio placer como si fuera su única misión en la vida. Y yo me vine tantas veces que perdí la cuenta. Gemí, grité, lloré. Me corrí mientras él me decía que era suya. Que nadie me haría sentir así.
Y no mentía.
Desde ese día, ya no fui la misma. Él me despertó. Me quemó desde dentro. Me hizo mujer otra vez. Me convertí en su adicción, y él, en el único que supo tocar mi alma desde el sexo.
Y ahora, lo escribo porque me lo pidió. Pero también porque me duele. Porque aún lo sueño. Porque nadie, absolutamente nadie, me ha hecho sentir lo que él me hizo sentir entre esas sábanas calientes y húmedas.