¡Ay, Dios mío! ¿Se imaginan la bronca que nos cayó encima? La noticia anda dando vueltas y no es precisamente pa' alegrarse: parece que la profesión de abogado en Costa Rica está metiéndose en un brete gordo, un lío serio. Según varios analistas y abogados, la confianza pública se está comiendo viva a la abogacía, y eso no es pa’ echarle flores, muchachos.
La columna de opinión de Rosalía Chinchilla Vargas ha encendido todas las alarmas, y con razón. Ella plantea, bien clarito, cómo la mediocridad generalizada, esa que tanto nos afecta como país, también le está pasando factura a los profesionales del derecho. No es un ataque personal, ni mucho menos, sino un llamado a la reflexión profunda. Parece que algunos se han acomodado, dejando atrás la ética y la pasión por defender los derechos de todos, y ahí sí que estamos jodidos, porque sin justicia ni nadie.
Y no es solo cuestión de individualidades, vamos. Hay una crítica generalizada a cómo se enseña derecho en algunas universidades – qué barbaridad – generando egresados poco preparados, o peor aún, sin vocación alguna. Un chunche de abogados terminan trabajando solamente por el salario, perdiendo el norte de ayudar a la gente, de buscar la verdad en medio del embrollo. Ahí hay que ponerle atención, diay, porque así no va a haber futuro.
¿Pero cuál es el impacto real de esto? Pues, simple y sencillo: la gente ya no confía en los abogados. Se sienten estafados, engañados, sin representación digna. Las denuncias por malas prácticas, negligencias y cobros excesivos están a la orden del día. Esto erosiona la credibilidad de toda la profesión, y eso es un daño irreparable si no se hace algo al respecto. Algunos dicen que es pura “vara de medir” dependiendo del caso, pero la percepción general es negativa.
Ahora, claro, no todos los abogados son iguales. Tenemos abogados ejemplares, que dan el alma por sus clientes, que luchan contra viento y marea por hacer lo correcto. Son esos profesionales quienes mantienen viva la llama de la esperanza. Pero son pocos, demasiado pocos en comparación con aquellos que solo ven en el derecho una oportunidad de enriquecimiento rápido y fácil. ¡Qué carga! Ver cómo algunos profesan este arte simplemente para sacar provecho, dejando de lado los principios básicos de la justicia.
Una posible solución podría estar en reformar planes de estudio universitarios, implementando un mayor énfasis en la ética profesional y el servicio comunitario. Además, sería crucial fortalecer los mecanismos de control y sanción para los abogados que incurran en malas prácticas. La Superintendencia de Seguros debería tomar cartas en el asunto, y con mano dura, que se sepan que aquí no se juega con la justicia ni con el patrimonio de la gente.
También se habla de la necesidad de crear asociaciones de abogados más activas y comprometidas con la defensa de los derechos humanos y la promoción de una cultura jurídica basada en la transparencia y la integridad. Que la colegiatura no sea solo un trámite burocrático, sino una verdadera comunidad de profesionales unidos por un mismo ideal: servir a la sociedad con honestidad y dedicación. Algo así como que les den ganas de voltear a ver el brete desde otra perspectiva, ¿saben?
En fin, la situación es delicada, pero no irreversible. Necesitamos un cambio cultural profundo en la forma en que concebimos y ejercemos el derecho. Una vez más, la pregunta del millón: ¿Cómo podemos, como sociedad costarricense, recuperar la confianza en nuestros abogados y asegurar que la justicia siga siendo accesible y efectiva para todos los ciudadanos?
La columna de opinión de Rosalía Chinchilla Vargas ha encendido todas las alarmas, y con razón. Ella plantea, bien clarito, cómo la mediocridad generalizada, esa que tanto nos afecta como país, también le está pasando factura a los profesionales del derecho. No es un ataque personal, ni mucho menos, sino un llamado a la reflexión profunda. Parece que algunos se han acomodado, dejando atrás la ética y la pasión por defender los derechos de todos, y ahí sí que estamos jodidos, porque sin justicia ni nadie.
Y no es solo cuestión de individualidades, vamos. Hay una crítica generalizada a cómo se enseña derecho en algunas universidades – qué barbaridad – generando egresados poco preparados, o peor aún, sin vocación alguna. Un chunche de abogados terminan trabajando solamente por el salario, perdiendo el norte de ayudar a la gente, de buscar la verdad en medio del embrollo. Ahí hay que ponerle atención, diay, porque así no va a haber futuro.
¿Pero cuál es el impacto real de esto? Pues, simple y sencillo: la gente ya no confía en los abogados. Se sienten estafados, engañados, sin representación digna. Las denuncias por malas prácticas, negligencias y cobros excesivos están a la orden del día. Esto erosiona la credibilidad de toda la profesión, y eso es un daño irreparable si no se hace algo al respecto. Algunos dicen que es pura “vara de medir” dependiendo del caso, pero la percepción general es negativa.
Ahora, claro, no todos los abogados son iguales. Tenemos abogados ejemplares, que dan el alma por sus clientes, que luchan contra viento y marea por hacer lo correcto. Son esos profesionales quienes mantienen viva la llama de la esperanza. Pero son pocos, demasiado pocos en comparación con aquellos que solo ven en el derecho una oportunidad de enriquecimiento rápido y fácil. ¡Qué carga! Ver cómo algunos profesan este arte simplemente para sacar provecho, dejando de lado los principios básicos de la justicia.
Una posible solución podría estar en reformar planes de estudio universitarios, implementando un mayor énfasis en la ética profesional y el servicio comunitario. Además, sería crucial fortalecer los mecanismos de control y sanción para los abogados que incurran en malas prácticas. La Superintendencia de Seguros debería tomar cartas en el asunto, y con mano dura, que se sepan que aquí no se juega con la justicia ni con el patrimonio de la gente.
También se habla de la necesidad de crear asociaciones de abogados más activas y comprometidas con la defensa de los derechos humanos y la promoción de una cultura jurídica basada en la transparencia y la integridad. Que la colegiatura no sea solo un trámite burocrático, sino una verdadera comunidad de profesionales unidos por un mismo ideal: servir a la sociedad con honestidad y dedicación. Algo así como que les den ganas de voltear a ver el brete desde otra perspectiva, ¿saben?
En fin, la situación es delicada, pero no irreversible. Necesitamos un cambio cultural profundo en la forma en que concebimos y ejercemos el derecho. Una vez más, la pregunta del millón: ¿Cómo podemos, como sociedad costarricense, recuperar la confianza en nuestros abogados y asegurar que la justicia siga siendo accesible y efectiva para todos los ciudadanos?