¡Ay, Dios mío! Quién diría que las cárceles se habían convertido en oficinas centrales de negocios turbios. Resulta que los cabecillas de las bandas criminales acá en Costa Rica le están dando vuelta al asunto de estar presos. En lugar de lamentar su suerte, andan coordinando movidas, dando órdenes de matanza y traficando drogas... ¡todo desde dentro de la cárcel!
Parece que la idea de aislar a los peces gordos detrás de los muros ya no funciona. La Dirección General de Establecimientos Penales (DGESP) está sudando la gota gorda tratando de frenar esta nueva estrategia que están usando, la cual aprovecha hasta los resquicios más pequeños del sistema.
Y la jugada es bastante ingeniosa, aunque también muestra lo poco que hemos avanzado en materia de seguridad penitenciaria. Se trata de las llamadas tripartitas, un esquema en el que el recluso utiliza el teléfono público del centro penal (que, te juro, está ahí legalmente, pero con poca supervisión) para hablar con un familiar. Ese familiar, desde su celular, hace una conferencia para comunicarse con un tercer involucrado, generalmente un sicario o un lugarteniente en la calle. ¡Así, sin que nadie se dé cuenta, las órdenes salen volando!
“Es complicado controlar esto”, nos confesaba Michael Soto, director del OIJ, quien explicó cómo este “puente” comunicacional triangular se burla de los sistemas de rastreo y bloqueo de llamadas. Reconoció que limitar el acceso al teléfono público, un derecho básico de los internos, plantea problemas legales que los delincuentes saben explotar a su antojo. ¡Qué manera de echarle picadillo al sistema!
Pero eso no es todo, porque mientras la llamada tripartita es la joya de la corona, el contrabando de celulares sigue siendo una plaga. Según datos del Ministerio de Justicia, desde mayo de 2022 se han decomisado, diay, ¡siete celulares al día! Eso quiere decir que cada 24 horas aparecen siete nuevos cacharritos listos para ser usados antes de que los agarren. Y ni hablemos de las miles de personas que han ido a parar a la Fiscalía acusadas de tratar de ingresar estos dispositivos. ¡Una locura!
Además, resulta que el viejo truco de pasar mensajes escritos en papelitos –los famosos ‘cables’– sigue vivo y coleando. Cuando la tecnología falla, los delincuentes vuelven a lo básico: notas escondidas, información transmitida de boca en boca durante las visitas familiares. Parece que la creatividad criminal no tiene límites, ¿verdad?
Expertos en seguridad, como Mario Zamora, exministro de Seguridad, y Jorge Ulloa, criminólogo reconocido, señalan que detener al jefe de la banda ya no garantiza que la organización se disuelva. Estas estructuras criminales se han adaptado para operar con una dirección remota, convirtiendo las prisiones en meras sucursales desde donde se gestionan sus actividades ilícitas. Ahora mismo, algunos de nuestros centros penitenciarios se parecen más a call centers mafiosos que a lugares de rehabilitación.
En fin, parece que tenemos un problema serio entre manos. Contener este flagelo requiere una revolución tecnológica en las cárceles y, quizás, una revisión profunda de nuestras leyes para permitir un mayor control de las comunicaciones de los capos. Con tanto fallo en el sistema, me pregunto… ¿hasta qué punto estamos permitiendo que las cárceles sean una plataforma para la expansión del crimen organizado en nuestro país y qué medidas drásticas podríamos considerar para revertir esta situación?
Parece que la idea de aislar a los peces gordos detrás de los muros ya no funciona. La Dirección General de Establecimientos Penales (DGESP) está sudando la gota gorda tratando de frenar esta nueva estrategia que están usando, la cual aprovecha hasta los resquicios más pequeños del sistema.
Y la jugada es bastante ingeniosa, aunque también muestra lo poco que hemos avanzado en materia de seguridad penitenciaria. Se trata de las llamadas tripartitas, un esquema en el que el recluso utiliza el teléfono público del centro penal (que, te juro, está ahí legalmente, pero con poca supervisión) para hablar con un familiar. Ese familiar, desde su celular, hace una conferencia para comunicarse con un tercer involucrado, generalmente un sicario o un lugarteniente en la calle. ¡Así, sin que nadie se dé cuenta, las órdenes salen volando!
“Es complicado controlar esto”, nos confesaba Michael Soto, director del OIJ, quien explicó cómo este “puente” comunicacional triangular se burla de los sistemas de rastreo y bloqueo de llamadas. Reconoció que limitar el acceso al teléfono público, un derecho básico de los internos, plantea problemas legales que los delincuentes saben explotar a su antojo. ¡Qué manera de echarle picadillo al sistema!
Pero eso no es todo, porque mientras la llamada tripartita es la joya de la corona, el contrabando de celulares sigue siendo una plaga. Según datos del Ministerio de Justicia, desde mayo de 2022 se han decomisado, diay, ¡siete celulares al día! Eso quiere decir que cada 24 horas aparecen siete nuevos cacharritos listos para ser usados antes de que los agarren. Y ni hablemos de las miles de personas que han ido a parar a la Fiscalía acusadas de tratar de ingresar estos dispositivos. ¡Una locura!
Además, resulta que el viejo truco de pasar mensajes escritos en papelitos –los famosos ‘cables’– sigue vivo y coleando. Cuando la tecnología falla, los delincuentes vuelven a lo básico: notas escondidas, información transmitida de boca en boca durante las visitas familiares. Parece que la creatividad criminal no tiene límites, ¿verdad?
Expertos en seguridad, como Mario Zamora, exministro de Seguridad, y Jorge Ulloa, criminólogo reconocido, señalan que detener al jefe de la banda ya no garantiza que la organización se disuelva. Estas estructuras criminales se han adaptado para operar con una dirección remota, convirtiendo las prisiones en meras sucursales desde donde se gestionan sus actividades ilícitas. Ahora mismo, algunos de nuestros centros penitenciarios se parecen más a call centers mafiosos que a lugares de rehabilitación.
En fin, parece que tenemos un problema serio entre manos. Contener este flagelo requiere una revolución tecnológica en las cárceles y, quizás, una revisión profunda de nuestras leyes para permitir un mayor control de las comunicaciones de los capos. Con tanto fallo en el sistema, me pregunto… ¿hasta qué punto estamos permitiendo que las cárceles sean una plataforma para la expansión del crimen organizado en nuestro país y qué medidas drásticas podríamos considerar para revertir esta situación?
