Diay, maes, ¿vieron la última vara que se cocinó en Cuesta de Moras? Parece que nuestros estimados diputados le dieron luz verde a una ley que, para bien o para mal, va a cambiar las reglas del juego. La movida es así de simple: si a una persona la condenan a menos de cuatro años de cárcel por un delito menor, un juez podría decirle: "Sabe qué, mejor váyase pa' la casa". Eso sí, con un pequeño detalle amarrado al tobillo: un brazalete electrónico. La idea es que este chunche mantenga a la persona localizada y, en teoría, portándose bien. Se veía venir, pero ahora que es una realidad, el debate está que arde.
Por un lado, tenemos el argumento oficial, el que nos vende el diputado Horacio Bogantes del PUSC y compañía. Según ellos, la lógica es impecable. Nuestras cárceles no son un hotel cinco estrellas, más bien parecen una lata de sardinas a punto de explotar. El hacinamiento es un despiche monumental y mantener a una persona encerrada por un delito menor cuesta un platal que, al final, pagamos todos. La propuesta suena moderna: usar tecnología para monitorear, bajar la presión del sistema penitenciario y darle una oportunidad de reinserción a alguien que no es, digamos, un criminal de alta peligrosidad. Desde esa óptica, hasta parece una medida inteligente y económicamente viable. Menos gente en la "refri", más campo para los que de verdad lo merecen y un ahorro para el Estado.
Pero, claro, aquí es donde la mayoría de la gente empieza a arquear la ceja. En la acera de enfrente están los que ven esta ley no como una solución, sino como un pase libre a la impunidad. El sentimiento es comprensible: "¡Cómo que lo mandan para la casa a ver Netflix después de lo que hizo!". La percepción de que las penas deben cumplirse "guardados" y no en la comodidad del hogar es fuertísima. El miedo principal, y es un miedo válido, es que el sistema se jale una torta monumental. ¿Qué garantiza que la persona con el brazalete no se lo quita, no vuelve a delinquir o, peor aún, no busca a su víctima? La confianza en la tecnología y en la capacidad de monitoreo del sistema judicial, seamos honestos, no es precisamente su punto más fuerte.
Y aquí es donde la vara se pone realmente compleja, más allá del blanco y negro. Porque esta ley le tira la papa caliente directamente a los jueces. Ahora el brete de ellos no será solo dictar una sentencia, sino hacer un análisis casi psicológico de cada caso para decidir quién merece ir a casa y quién no. ¿Está el sistema judicial preparado para asumir esa carga? ¿Tenemos suficientes recursos para un monitoreo 24/7 que de verdad funcione y no sea un saludo a la bandera? Porque si este chunche electrónico falla o la respuesta de las autoridades es lenta, el remedio podría salir mucho más caro que la enfermedad. La ley puede sonar bien en el papel, pero su éxito o fracaso depende enteramente de una implementación perfecta, y en Costa Rica, la palabra "perfecta" y "gobierno" rara vez van en la misma oración.
Al final del día, maes, estamos ante una de esas decisiones que no tienen una respuesta fácil. Es un pulso entre una visión pragmática que busca aliviar un sistema carcelario colapsado y la necesidad emocional y social de justicia que exige que las consecuencias se paguen tras las rejas. Ambas posturas tienen su razón de ser. La gran pregunta que queda en el aire es si estamos dando un paso hacia una justicia más moderna y eficiente o si simplemente estamos abriendo una puerta trasera para que la impunidad se cuele. La ley ya está aprobada, pero la discusión apenas comienza. Y ustedes, ¿qué opinan? ¿Le damos una oportunidad a la tobillera o es esto un portillo para que el que la hace, la pague... pero en su propia sala?
Por un lado, tenemos el argumento oficial, el que nos vende el diputado Horacio Bogantes del PUSC y compañía. Según ellos, la lógica es impecable. Nuestras cárceles no son un hotel cinco estrellas, más bien parecen una lata de sardinas a punto de explotar. El hacinamiento es un despiche monumental y mantener a una persona encerrada por un delito menor cuesta un platal que, al final, pagamos todos. La propuesta suena moderna: usar tecnología para monitorear, bajar la presión del sistema penitenciario y darle una oportunidad de reinserción a alguien que no es, digamos, un criminal de alta peligrosidad. Desde esa óptica, hasta parece una medida inteligente y económicamente viable. Menos gente en la "refri", más campo para los que de verdad lo merecen y un ahorro para el Estado.
Pero, claro, aquí es donde la mayoría de la gente empieza a arquear la ceja. En la acera de enfrente están los que ven esta ley no como una solución, sino como un pase libre a la impunidad. El sentimiento es comprensible: "¡Cómo que lo mandan para la casa a ver Netflix después de lo que hizo!". La percepción de que las penas deben cumplirse "guardados" y no en la comodidad del hogar es fuertísima. El miedo principal, y es un miedo válido, es que el sistema se jale una torta monumental. ¿Qué garantiza que la persona con el brazalete no se lo quita, no vuelve a delinquir o, peor aún, no busca a su víctima? La confianza en la tecnología y en la capacidad de monitoreo del sistema judicial, seamos honestos, no es precisamente su punto más fuerte.
Y aquí es donde la vara se pone realmente compleja, más allá del blanco y negro. Porque esta ley le tira la papa caliente directamente a los jueces. Ahora el brete de ellos no será solo dictar una sentencia, sino hacer un análisis casi psicológico de cada caso para decidir quién merece ir a casa y quién no. ¿Está el sistema judicial preparado para asumir esa carga? ¿Tenemos suficientes recursos para un monitoreo 24/7 que de verdad funcione y no sea un saludo a la bandera? Porque si este chunche electrónico falla o la respuesta de las autoridades es lenta, el remedio podría salir mucho más caro que la enfermedad. La ley puede sonar bien en el papel, pero su éxito o fracaso depende enteramente de una implementación perfecta, y en Costa Rica, la palabra "perfecta" y "gobierno" rara vez van en la misma oración.
Al final del día, maes, estamos ante una de esas decisiones que no tienen una respuesta fácil. Es un pulso entre una visión pragmática que busca aliviar un sistema carcelario colapsado y la necesidad emocional y social de justicia que exige que las consecuencias se paguen tras las rejas. Ambas posturas tienen su razón de ser. La gran pregunta que queda en el aire es si estamos dando un paso hacia una justicia más moderna y eficiente o si simplemente estamos abriendo una puerta trasera para que la impunidad se cuele. La ley ya está aprobada, pero la discusión apenas comienza. Y ustedes, ¿qué opinan? ¿Le damos una oportunidad a la tobillera o es esto un portillo para que el que la hace, la pague... pero en su propia sala?