Maes, a veces uno lee noticias que simplemente lo dejan con la boca abierta, de esas que obligan a parar lo que uno está haciendo, servirse un café y pensar: ¿diay, en qué momento se nos descompuso tanto todo? Bueno, agárrense, porque el bombazo que soltó la Contraloría General de la República sobre el Patronato Nacional de la Infancia (PANI) es de esos. No estamos hablando de un errorcito o un atraso. Estamos hablando de un despiche monumental, una cadena de ineficiencia que pone en jaque la seguridad de los güilas que, irónicamente, la institución debería estar protegiendo con uñas y dientes. Es una de esas varas que da cólera y tristeza al mismo tiempo.
Vamos por partes, porque el informe es para sentarse a llorar. Resulta que en 2019, el PANI tenía un plan muy tuanis en el papel: construir 38 obras nuevas. ¡38! Imagínense el impacto: nuevos albergues, oficinas decentes, espacios seguros. Para esto, tenían un fideicomiso con más de ¢15 mil millones. ¿Saben cuántas de esas 38 obras se hicieron? Cero. Un cero redondo, rotundo y vergonzoso. El plan entero, con toda esa plata, se fue al traste. Y para rematar la torta, el informe revela que el 60% de los recursos de ese fideicomiso se gastó en temas administrativos. O sea, la plata que era para hacerles casita a los chiquitos se fue, en su mayoría, en papelería, salarios y burocracia, mientras los proyectos vitales acumulaban polvo en un escritorio. ¡Qué nivel de gestión!
Y aquí es donde la vara se pone peor, porque una mala decisión lleva a otra. Como el PANI no fue capaz de construir su propia infraestructura, ¿qué tuvo que hacer? Salir a alquilar. El resultado es que hoy más de la mitad de sus inmuebles (un 56%) son arrendados. Y claro, como la necesidad aprieta, los costos se disparan. Entre 2020 y 2024, el gasto en alquileres les subió un 58%. Es el ciclo perfecto de la ineficiencia: fracasan en construir, lo que los obliga a alquilar más caro, presionando un presupuesto que ya de por sí nunca alcanza. Es como si alguien decidiera no arreglar una gotera y terminara pagando una fortuna para reponer el cielorraso podrido y los muebles dañados. Simplemente no tiene sentido.
Pero dejemos los números fríos un segundo y pensemos en la gente. Este no es un brete de oficina cualquiera; el PANI trabaja con niños y familias en situaciones límite. El informe dice que casi el 70% de las oficinas tienen fallas y un 43% están en estado regular o crítico. ¿Se imaginan llegar a pedir ayuda, en un momento de desesperación, a un lugar que se está cayendo? Ahora, lo más grave: los albergues. Casi un 20% de ellos están en condiciones "críticas o inservibles". Mae, "inservibles". Uno de cada cuatro tiene sobreocupación. Estamos hablando de que el Estado tiene bajo su protección a menores de edad y los está metiendo a vivir en lugares peligrosos, hacinados e inadecuados. Los mismos chiquitos que ya vienen de entornos terribles, terminan en un supuesto refugio que es cualquier cosa menos seguro.
Al final, todo este despilfarro y esta negligencia no son solo un problema de plata o de edificios feos. Es una falla directa en el corazón de la misión del PANI. Se supone que deben ser el lugar más seguro, el estándar de oro del cuido y la protección. Pero con esta evidencia, queda claro que la propia institución es un riesgo. Uno se pregunta qué piensan los directivos, los planificadores, los que manejaron ese fideicomiso. ¿Duermen tranquilos? La Contraloría pone el dedo en la llaga, pero el problema es mucho más profundo que un informe. Es un fracaso moral que estamos pagando todos, pero sobre todo, los güilas más salados del país.
La pregunta del millón es: ¿hasta cuándo? ¿Qué tiene que pasar para que la institución que debe ser el refugio más seguro para un niño deje de ser un ejemplo de cómo NO se deben hacer las cosas? Los leo en los comentarios.
Vamos por partes, porque el informe es para sentarse a llorar. Resulta que en 2019, el PANI tenía un plan muy tuanis en el papel: construir 38 obras nuevas. ¡38! Imagínense el impacto: nuevos albergues, oficinas decentes, espacios seguros. Para esto, tenían un fideicomiso con más de ¢15 mil millones. ¿Saben cuántas de esas 38 obras se hicieron? Cero. Un cero redondo, rotundo y vergonzoso. El plan entero, con toda esa plata, se fue al traste. Y para rematar la torta, el informe revela que el 60% de los recursos de ese fideicomiso se gastó en temas administrativos. O sea, la plata que era para hacerles casita a los chiquitos se fue, en su mayoría, en papelería, salarios y burocracia, mientras los proyectos vitales acumulaban polvo en un escritorio. ¡Qué nivel de gestión!
Y aquí es donde la vara se pone peor, porque una mala decisión lleva a otra. Como el PANI no fue capaz de construir su propia infraestructura, ¿qué tuvo que hacer? Salir a alquilar. El resultado es que hoy más de la mitad de sus inmuebles (un 56%) son arrendados. Y claro, como la necesidad aprieta, los costos se disparan. Entre 2020 y 2024, el gasto en alquileres les subió un 58%. Es el ciclo perfecto de la ineficiencia: fracasan en construir, lo que los obliga a alquilar más caro, presionando un presupuesto que ya de por sí nunca alcanza. Es como si alguien decidiera no arreglar una gotera y terminara pagando una fortuna para reponer el cielorraso podrido y los muebles dañados. Simplemente no tiene sentido.
Pero dejemos los números fríos un segundo y pensemos en la gente. Este no es un brete de oficina cualquiera; el PANI trabaja con niños y familias en situaciones límite. El informe dice que casi el 70% de las oficinas tienen fallas y un 43% están en estado regular o crítico. ¿Se imaginan llegar a pedir ayuda, en un momento de desesperación, a un lugar que se está cayendo? Ahora, lo más grave: los albergues. Casi un 20% de ellos están en condiciones "críticas o inservibles". Mae, "inservibles". Uno de cada cuatro tiene sobreocupación. Estamos hablando de que el Estado tiene bajo su protección a menores de edad y los está metiendo a vivir en lugares peligrosos, hacinados e inadecuados. Los mismos chiquitos que ya vienen de entornos terribles, terminan en un supuesto refugio que es cualquier cosa menos seguro.
Al final, todo este despilfarro y esta negligencia no son solo un problema de plata o de edificios feos. Es una falla directa en el corazón de la misión del PANI. Se supone que deben ser el lugar más seguro, el estándar de oro del cuido y la protección. Pero con esta evidencia, queda claro que la propia institución es un riesgo. Uno se pregunta qué piensan los directivos, los planificadores, los que manejaron ese fideicomiso. ¿Duermen tranquilos? La Contraloría pone el dedo en la llaga, pero el problema es mucho más profundo que un informe. Es un fracaso moral que estamos pagando todos, pero sobre todo, los güilas más salados del país.
La pregunta del millón es: ¿hasta cuándo? ¿Qué tiene que pasar para que la institución que debe ser el refugio más seguro para un niño deje de ser un ejemplo de cómo NO se deben hacer las cosas? Los leo en los comentarios.