Maes, hay días en que uno está scrolleando noticias y se topa con una vara que simplemente lo frena en seco. Y no, no hablo de que si Google Maps dice que Costa Rica tiene forma de caballito de mar. Hablo de leer que la Fuerza Pública, en medio de su brete en Tejarcillos de Alajuelita, se encontró nada más y nada menos que una granada de fragmentación. Así como lo leen. Una granada, de las de verdad, de las que salen en las películas de guerra y que están hechas para un solo propósito: hacer el mayor daño posible. ¡Qué despiche!
Vamos a desmenuzar la vara, porque tiene tela que cortar. Los oficiales no llegaron ahí de casualidad, andaban en un patrullaje después de que los vecinos reportaran una balacera. O sea, el ambiente ya venía caldeado. Y en medio de la escena, junto a ocho casquillos de 9 mm, estaba el regalito. Ese chunche no es un arma cualquiera, no es una pistola que alguien esconde para asaltar. Una granada es un salto cuántico en la escala de la violencia que estamos viendo en las calles. Es un mensaje claro de los grupos criminales: ya no están jugando, y el nivel de conflicto que están dispuestos a manejar es otro, uno mucho más militarizado y letal.
Lo que de verdad me pone a pensar es lo que esto significa más allá del titular. Por años, hemos normalizado las balaceras. Suena horrible, pero es la verdad. Escuchamos de un tiroteo en tal barrio y, si no hay muertos, a los dos días es noticia vieja. Pero esto, maes, esto es diferente. Una granada no es para un ajuste de cuentas entre dos personas; es un arma de área, diseñada para no dejar a nadie de pie en varios metros a la redonda. Tener una de estas en un precario, un lugar densamente poblado, con chiquitos jugando en la calle y familias tratando de vivir en paz, es una irresponsabilidad y una amenaza que se sale de toda escala.
La verdad es que estamos salados. Mientras en las altas esferas se pelean por puestos y se jalan tortas con declaraciones que no llevan a nada, la realidad en los barrios se pudre a una velocidad alarmante. La respuesta del MSP fue confirmar el hallazgo y activar el protocolo, que es lo que les toca, claro. Pero la pregunta de fondo no es cómo recogieron la granada, sino cómo diablos llegó ahí. ¿Quién tiene acceso a armamento de guerra en este país? ¿Qué tan profundo es el hueco que tienen nuestras fronteras y nuestro control de armas para que un chunche de estos termine tirado en una acera de Alajuelita?
Esta noticia no puede ser solo un número más en la estadística de sucesos. Tiene que ser una de esas alarmas que suenan tan duro que es imposible ignorarlas. Esto ya no se trata de la típica delincuencia; es la consolidación de grupos con una capacidad de fuego que antes solo veíamos en otros países. Es la prueba de que la violencia no solo está aumentando, sino que está mutando en algo mucho más peligroso y descarado. Así que les pregunto, maes, más allá del susto inicial: diay, ¿en qué momento pasamos de los pleitos de barrio a las granadas de guerra? ¿Y ahora qué se supone que hacemos?
Vamos a desmenuzar la vara, porque tiene tela que cortar. Los oficiales no llegaron ahí de casualidad, andaban en un patrullaje después de que los vecinos reportaran una balacera. O sea, el ambiente ya venía caldeado. Y en medio de la escena, junto a ocho casquillos de 9 mm, estaba el regalito. Ese chunche no es un arma cualquiera, no es una pistola que alguien esconde para asaltar. Una granada es un salto cuántico en la escala de la violencia que estamos viendo en las calles. Es un mensaje claro de los grupos criminales: ya no están jugando, y el nivel de conflicto que están dispuestos a manejar es otro, uno mucho más militarizado y letal.
Lo que de verdad me pone a pensar es lo que esto significa más allá del titular. Por años, hemos normalizado las balaceras. Suena horrible, pero es la verdad. Escuchamos de un tiroteo en tal barrio y, si no hay muertos, a los dos días es noticia vieja. Pero esto, maes, esto es diferente. Una granada no es para un ajuste de cuentas entre dos personas; es un arma de área, diseñada para no dejar a nadie de pie en varios metros a la redonda. Tener una de estas en un precario, un lugar densamente poblado, con chiquitos jugando en la calle y familias tratando de vivir en paz, es una irresponsabilidad y una amenaza que se sale de toda escala.
La verdad es que estamos salados. Mientras en las altas esferas se pelean por puestos y se jalan tortas con declaraciones que no llevan a nada, la realidad en los barrios se pudre a una velocidad alarmante. La respuesta del MSP fue confirmar el hallazgo y activar el protocolo, que es lo que les toca, claro. Pero la pregunta de fondo no es cómo recogieron la granada, sino cómo diablos llegó ahí. ¿Quién tiene acceso a armamento de guerra en este país? ¿Qué tan profundo es el hueco que tienen nuestras fronteras y nuestro control de armas para que un chunche de estos termine tirado en una acera de Alajuelita?
Esta noticia no puede ser solo un número más en la estadística de sucesos. Tiene que ser una de esas alarmas que suenan tan duro que es imposible ignorarlas. Esto ya no se trata de la típica delincuencia; es la consolidación de grupos con una capacidad de fuego que antes solo veíamos en otros países. Es la prueba de que la violencia no solo está aumentando, sino que está mutando en algo mucho más peligroso y descarado. Así que les pregunto, maes, más allá del susto inicial: diay, ¿en qué momento pasamos de los pleitos de barrio a las granadas de guerra? ¿Y ahora qué se supone que hacemos?
