Costa Rica está atravesando una crisis silenciosa, pero devastadora, en términos de salud mental. Montes de Oro, Palmares y Jiménez encabezan la lista de los cantones con mayor número de suicidios en el país.
Detrás de estas frías estadísticas se oculta una realidad aún más sombría: la negligencia del sistema, la indiferencia de la sociedad y la falta de apoyo de las familias, que parecen haber olvidado la importancia de la salud emocional de sus miembros.
La tasa de suicidios en Costa Rica ha ido en aumento, particularmente en los jóvenes. Entre 2019 y 2023, los intentos de suicidio se dispararon, afectando principalmente a personas entre 15 y 35 años. Estos números deberían encender todas las alarmas. Sin embargo, el sistema de salud sigue siendo insuficiente, sobrecargado y mal equipado para lidiar con una crisis de esta magnitud. Los servicios de atención psicológica son escasos en las zonas rurales, y el acceso a terapias y tratamientos adecuados es prácticamente inexistente para muchos. Esto deja a los jóvenes en situación de vulnerabilidad, sin vías claras de escape de sus problemas emocionales.
La sociedad costarricense no puede seguir haciéndose de la vista gorda. Existe un estigma profundamente arraigado en torno a la salud mental, lo que lleva a que muchas personas no busquen ayuda por miedo a ser juzgadas o señaladas. Las familias, en muchos casos, no logran detectar las señales de alerta o, peor aún, las minimizan, creyendo que los problemas emocionales no son más que una fase pasajera. Pero no lo son. Cada suicidio es una tragedia que deja cicatrices profundas y duraderas en las comunidades.
Montes de Oro, el epicentro de esta crisis, tiene una tasa que supera las 26 muertes por cada 100,000 habitantes, una cifra aterradora en comparación con otros cantones. Este fenómeno no es exclusivo de Costa Rica; la desconexión social, la falta de oportunidades y el deterioro de los lazos comunitarios están cobrando vidas en todo el mundo. Sin embargo, lo que hace que la situación en Costa Rica sea particularmente dolorosa es la falta de una respuesta adecuada. Los gobiernos, a pesar de lanzar campañas esporádicas, no han tomado medidas concretas y sostenidas para abordar el problema.
Es hora de señalar con el dedo. El sistema de salud pública ha fallado, las familias han fallado y la sociedad entera ha fallado. Hemos dejado que nuestros jóvenes enfrenten sus demonios solos, sin herramientas, sin apoyo y sin esperanza. Los programas de prevención del suicidio, aunque bien intencionados, están plagados de burocracia y limitados por la falta de recursos. No se trata solo de lanzar campañas publicitarias o poner una línea de atención disponible. Se necesita una intervención integral, que comience en las escuelas, continúe en las familias y se extienda a todos los niveles de la sociedad.
¿Qué se puede hacer?
Primero, es necesario aumentar el acceso a los servicios de salud mental en todas las regiones, especialmente en las zonas rurales. Segundo, se debe promover una cultura de apertura y diálogo en las familias.
No basta con preguntar “¿cómo estás?”; es necesario estar presentes y ser proactivos en el bienestar emocional de los seres queridos. Tercero, es crucial que las escuelas se conviertan en espacios seguros, donde se enseñe a los jóvenes no solo a lidiar con el estrés y la ansiedad, sino también a pedir ayuda cuando la necesiten.
La salud mental no debe ser un tema tabú ni un privilegio de unos pocos. Es un derecho humano, y como tal, el Estado debe garantizar que todos tengan acceso a ella. Sin embargo, el cambio no puede depender únicamente del gobierno. Las comunidades y las familias tienen un papel fundamental que jugar.
Es hora de dejar de mirar hacia otro lado y empezar a actuar. Cada vida que se pierde es un recordatorio doloroso de lo mucho que nos falta por hacer.
Detrás de estas frías estadísticas se oculta una realidad aún más sombría: la negligencia del sistema, la indiferencia de la sociedad y la falta de apoyo de las familias, que parecen haber olvidado la importancia de la salud emocional de sus miembros.
La tasa de suicidios en Costa Rica ha ido en aumento, particularmente en los jóvenes. Entre 2019 y 2023, los intentos de suicidio se dispararon, afectando principalmente a personas entre 15 y 35 años. Estos números deberían encender todas las alarmas. Sin embargo, el sistema de salud sigue siendo insuficiente, sobrecargado y mal equipado para lidiar con una crisis de esta magnitud. Los servicios de atención psicológica son escasos en las zonas rurales, y el acceso a terapias y tratamientos adecuados es prácticamente inexistente para muchos. Esto deja a los jóvenes en situación de vulnerabilidad, sin vías claras de escape de sus problemas emocionales.
La sociedad costarricense no puede seguir haciéndose de la vista gorda. Existe un estigma profundamente arraigado en torno a la salud mental, lo que lleva a que muchas personas no busquen ayuda por miedo a ser juzgadas o señaladas. Las familias, en muchos casos, no logran detectar las señales de alerta o, peor aún, las minimizan, creyendo que los problemas emocionales no son más que una fase pasajera. Pero no lo son. Cada suicidio es una tragedia que deja cicatrices profundas y duraderas en las comunidades.
Montes de Oro, el epicentro de esta crisis, tiene una tasa que supera las 26 muertes por cada 100,000 habitantes, una cifra aterradora en comparación con otros cantones. Este fenómeno no es exclusivo de Costa Rica; la desconexión social, la falta de oportunidades y el deterioro de los lazos comunitarios están cobrando vidas en todo el mundo. Sin embargo, lo que hace que la situación en Costa Rica sea particularmente dolorosa es la falta de una respuesta adecuada. Los gobiernos, a pesar de lanzar campañas esporádicas, no han tomado medidas concretas y sostenidas para abordar el problema.
Es hora de señalar con el dedo. El sistema de salud pública ha fallado, las familias han fallado y la sociedad entera ha fallado. Hemos dejado que nuestros jóvenes enfrenten sus demonios solos, sin herramientas, sin apoyo y sin esperanza. Los programas de prevención del suicidio, aunque bien intencionados, están plagados de burocracia y limitados por la falta de recursos. No se trata solo de lanzar campañas publicitarias o poner una línea de atención disponible. Se necesita una intervención integral, que comience en las escuelas, continúe en las familias y se extienda a todos los niveles de la sociedad.
¿Qué se puede hacer?
Primero, es necesario aumentar el acceso a los servicios de salud mental en todas las regiones, especialmente en las zonas rurales. Segundo, se debe promover una cultura de apertura y diálogo en las familias.
No basta con preguntar “¿cómo estás?”; es necesario estar presentes y ser proactivos en el bienestar emocional de los seres queridos. Tercero, es crucial que las escuelas se conviertan en espacios seguros, donde se enseñe a los jóvenes no solo a lidiar con el estrés y la ansiedad, sino también a pedir ayuda cuando la necesiten.
La salud mental no debe ser un tema tabú ni un privilegio de unos pocos. Es un derecho humano, y como tal, el Estado debe garantizar que todos tengan acceso a ella. Sin embargo, el cambio no puede depender únicamente del gobierno. Las comunidades y las familias tienen un papel fundamental que jugar.
Es hora de dejar de mirar hacia otro lado y empezar a actuar. Cada vida que se pierde es un recordatorio doloroso de lo mucho que nos falta por hacer.