A lo largo de la segunda mitad del siglo pasado, el Estado, como resultado de las concepciones y políticas transformadoras aplicadas acertadamente por nuestro partido, pasó a jugar un papel fundamental en la vida nacional y se constituyó en un factor clave de los avances obtenidos en cuanto al fortalecimiento de nuestra democracia y el elevado desarrollo económico, social y cultural alcanzado. Aunque en los últimos años tomaron auge tendencias ideológicas y políticas, incluso en el seno de nuestro partido, que preconizan la necesidad de reducir al mínimo ese papel del Estado, los eventos recientes en la situación económica mundial y nacional demuestran, por el contrario, que este debe seguir siendo determinante en el encauzamiento y la solución de las contradicciones sociales y económicas, la satisfacción de necesidades humanas esenciales, el mantenimiento de la demanda agregada y la orientación del desarrollo nacional a través de los ciclos económicos.
Ahora bien, es innegable que se impone —sin que ello equivalga a adoptar las posiciones de quienes pretenden desmontarlo hasta sus cimientos— una revisión y un reajuste
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a fondo de muchas de sus funciones y, sobre todo, de la forma en que cumple su misión y presta sus servicios. Ni una conservación a ultranza, sin correcciones ni puestas al día, ni ciertas concepciones de modernización cuya ejecución entrañaría un desmantelamiento de las instituciones y políticas que proporcionaron a nuestro pueblo más democracia, justicia social, educación y bienestar. Por eso, la reforma del Estado que debe emprenderse es aquella que sirva para asegurar y ampliar los progresos obtenidos. Urge eliminar las frecuentes manifestaciones de atascamiento, lentitud, duplicidad de funciones, ineficiencia, burocratismo, uso inadecuado de recursos, trato displicente hacia los ciudadanos y falta de transparencia, precisamente para que las instituciones creadas y las políticas puestas en marcha, sobre todo en los gobiernos de nuestro partido, surtan el efecto positivo que las ha hecho fundamentales en los notables avances de nuestro país. El Estado costarricense es demasiado centralista. A menudo esto genera no solo un funcionamiento lento, ineficaz y oneroso, sino que también impide que la sociedad despliegue todas sus potencialidades de gestión, de control, de participación en los asuntos públicos y, en última instancia, de ampliación y perfeccionamiento de la democracia.
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El centralismo se ha convertido en un lastre que inmoviliza y distorsiona la actividad estatal en una época en que la fluidez de los cambios en todas las esferas de la sociedad requiere que aquella actividad más bien los estimule. Su peso es tan grande que se prolonga y reafirma a través de instituciones que, como las autónomas, se concibieron como entes descentralizados. Incluso la Sala IV, que, en lo fundamental, ha llevado a cabo una positiva labor de afianzamiento y perfeccionamiento del Estado de derecho, no ha podido mantenerse al margen de esa tendencia centralista. En no pocas ocasiones ha aparecido como sustituta del Poder Ejecutivo y hasta de los mandos técnicos de las instituciones autónomas debido a la creciente propensión de los ciudadanos a recurrir a ella para resolver problemas que no encuentran solución, como debiera suceder, en las instancias ordinarias de la administración estatal. El Estado dejará de ser centralista solo en la medida en que buena parte de las operaciones que realiza pasen a manos de las municipalidades, de instancias de gobierno regional que habría que crear e, incluso, de algunas organizaciones sociales.
Las municipalidades, pese a una presencia, una historia, una experiencia de gobierno y una permanencia institucional que se remonta a los inicios de nuestra vida independiente,
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continúan siendo, paradójicamente, un filón de eficaz gestión institucional y de relación directa con las comunidades muy poco explotado por nuestro sistema político. Más aún, constituyen el más vivo testimonio del predominio del centralismo en el Estado. Han sido sus principales víctimas. Disminuidas sus potestades al mínimo, desfinanciadas, debilitadas en su capacidad de gestión, vistas siempre como simples auxiliares de bajo rango, las municipalidades costarricenses se hallan, en comparación con las de muchos otros países, en el grupo de las más relegadas y menos capaces de cumplir a cabalidad con la misión que les corresponde. A las municipalidades hay que concederles más facultades de decisión y acción, más recursos económicos y tecnológicos, más medios para vincularse con sus comunidades, más ayuda para elevar la calificación de su personal, más independencia.
Debemos, asimismo, considerar la posibilidad de crear instancias de gobierno regional que sustituyan la hace mucho tiempo inoperante división territorial por provincias, constituyan un nivel intermedio de gobierno en territorios y comunidades con mayor homogeneidad demográfica, económica e histórica y, por lo tanto, contribuyan a impulsar
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la descentralización, la democratización y la eficiencia del Estado. Los consejos cantonales de coordinación interinstitucional, creados por el decreto 34804, pueden servir de base para el desarrollo de verdaderos entes gubernamentales regionales, dotados de personería, presupuesto y poderes legales para la planificación y la coordinación. Los consejos constituirían el nivel cantonal de las instancias regionales de planificación y coordinación. La reforma del Estado debe contemplar la introducción de modificaciones y ajustes que hagan más flexibles, expeditas y eficientes las estructuras de los cuatro poderes del Estado y las relaciones entre ellos, que permitan establecer diversos mecanismos de consulta, control y participación popular y que contribuyan a que sea más visible, comprobable y evaluable la labor de los funcionarios públicos, en particular de los electos.
Una de las razones del nocivo entrabamiento del Estado costarricense se origina en la excesiva concentración de funciones y decisiones. Un número reducido de estratos superiores y altos jerarcas del Estado disponen a menudo de potestades y capacidad de decidir que bien podrían estar en manos de otros eslabones del aparato estatal como son, sobre
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todo, las municipalidades. Tal concentración provoca atascamientos, retardos, ineficiencia y frustración. Es más, la propia descentralización funcional, en particular la de las instituciones autónomas, se transformó con el tiempo en un factor más de centralismo y obstrucción. Muchas decisiones específicas del sector al que sirve cada una de ellas se hallan demasiado concentradas en los niveles más altos de mando. Esa deformación centralista se evidencia aún más si tomamos en cuenta que existen estructuras duplicadas entre el poder ejecutivo y las instituciones autónomas. En particular, no es clara la relación entre los ministerios y las instituciones autónomas correspondientes (por ejemplo, Ministerio de Salud-CCSS). Más aún, aunque formalmente los ministerios tienen el rango de directores de sus respectivas áreas, en la realidad es frecuente que las instituciones autónomas cuenten con mayor poder financiero e institucional que ellos, por lo que esa función de dirección tiende a quedar sin fundamento real. Al mismo tiempo, para hacer más confusas las relaciones y la distribución de las potestades, los ministerios siguen prestando servicios directos a la población o actuando en áreas que deberían estar en manos de aquellas instituciones.
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Por otra parte, la toma de decisiones y su ejecución deben estar orientadas de manera más directa por las necesidades y aspiraciones de los grupos sociales a los cuales van dirigidas. A estos, consecuentemente, les corresponde un papel más activo en el control de lo que hacen las instituciones y dependencias del sector público. En la actualidad, una clara implementación del llamado gobierno digital, con la aplicación de las más avanzadas tecnologías de comunicación e informática, podría facilitar ese control, puesto que crearía condiciones propicias para que a las organizaciones sociales y a cualquier ciudadano les sea factible conocer directamente, por ejemplo, los datos presupuestarios y controlar los resultados de la aplicación de los recursos públicos. Además, el nivel de educación alcanzado por los costarricenses y la rápida diseminación de recursos y conocimientos tecnológicos y de comunicación contribuyen a favorecer su participación en asuntos relacionados con la asignación de los dineros públicos, el uso de los recursos naturales, la prestación de servicios y cualesquiera otras funciones estatales. Esto implica que la descentralización debe apoyarse sobre todo, como hemos reiterado, en las municipalidades, dada su cercanía con las comunidades y su larga historia de administradoras de los intereses locales.
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En la reforma propuesta, los órganos centrales del Estado seguirán ocupándose de las funciones que les son propias, a nivel nacional, en cuanto a la definición de las estrategias y las políticas generales de conducción, desarrollo y administración del país, pero una parte sustancial de la puesta en práctica de esas estrategias y políticas y de la provisión de servicios públicos a los habitantes estará a cargo de las municipalidades. A las municipalidades, a su vez, les corresponderá democratizar su funcionamiento a través de la incorporación de los ciudadanos a instancias de consulta y discusión de temas de vital importancia para ellos, el cantón y el ayuntamiento y de periódica rendición de cuentas. Como la larga y severa relegación de las municipalidades, durante muchos años, terminó por convertirlas en instituciones débiles y marginadas, una gran parte de ellas cumplen sus tareas actuales, pese a sus esfuerzos, con dificultad. Esto significa que seguramente menos podrán desempeñar aquellas que se derivarían de las nuevas responsabilidades que la descentralización pondría en sus manos, por lo que el traslado de potestades y recursos deberá ser gradual y acompañado de un periodo de fortalecimiento y capacitación.
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Otro aspecto que hay contemplar es el de la creación de instancias regionales. En efecto, estamos hablando de una organización político-territorial que tome en cuenta la diversidad regional actual, pues, evidentemente, en las presentes circunstancias la decimonónica división en provincias ya ha sido ampliamente superada. A esas nuevos organismos no solo les correspondería ejercer el gobierno y la administración de sus jurisdicciones, sino, ante todo, ayudar a las municipalidades a confeccionar, ejecutar y coordinar sus planes de trabajo. Mención especial merece lo relativo a las entidades organismos y mecanismos que en nuestro país se dedican al control y la rendición de cuentas. No hay duda de que llevan a cabo una labor destacada en cuanto a uso de los bienes públicos, transparencia de procedimientos y observancia de las normas legales que rigen la actividad de las instituciones. No obstante, también evidencian burocratización y formalismo. A menudo las rendiciones de cuentas parecen ceremonias de carácter litúrgico, el control se hace demasiado normativo y complejo, las evaluaciones no se convierten en experiencias y enseñanzas de valor para el futuro y, ante todo, no contemplan en ninguno de los eslabones de su elaboración y ejecución alguna forma de verdadera participación popular.
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Por eso, consideramos que junto al control, la rendición de cuentas y la valoración de resultados resulta indispensable establecer la responsabilidad específica y personal del funcionario ante los ciudadanos, abriendo, incluso, la posibilidad, según normas que hay que fijar, de la revocatoria del cargo de los funcionarios, especialmente de los electos. Ahora bien, la reestructuración del Estado requiere, indispensablemente, cambios en el marco legal actual. Su compleja arquitectura y las deformaciones que le han ido brotando, algunas originadas en las innumerables reformas y adiciones hechas a lo largo del tiempo, constituyen un obstáculo considerable al desarrollo del país, por cuanto entraban la función pública y entorpecen las transacciones de las personas físicas y jurídicas. Esas anomalías abonan la conveniencia de realizar los cambios constitucionales que las transformaciones ocurridas en Costa Rica, desde que se promulgó la actual Constitución, plantean como una exigencia. El gobierno promoverá un acuerdo nacional para hacer —manteniendo y fortaleciendo los derechos sociales e individuales contenidos en ella— cambios parciales y ajustes a nuestra Constitución Política.
Si la vía de las reformas parciales no fuera factible, no se desechará la opción de convocar una asamblea nacional
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constituyente que promulgue una nueva Constitución, lo cual, en todo caso, solo sería posible después de someter la idea al consenso y la definición de una amplia consulta nacional.