Cada 1 de octubre, el mundo se toma un momento para recordar a un grupo que, irónicamente, olvidamos a menudo: las personas adultas mayores. Este día, designado por la Asamblea General de las Naciones Unidas en 1990, busca reconocer los derechos, necesidades y aportes de quienes han vivido más de lo que la mayoría podría imaginar. Sin embargo, más allá de los discursos oficiales, lo que sigue resonando en Costa Rica y en el resto del mundo es una realidad incómoda: nuestra sociedad no trata a los ancianos con el respeto y la dignidad que merecen.
La población adulta mayor de Costa Rica, un país que se precia de ser un paraíso natural y de bienestar, sigue enfrentando desafíos que desnudan el lado más oscuro de nuestra sociedad. Se espera que estos ciudadanos, quienes han contribuido al desarrollo y sostenimiento del país, disfruten de sus últimos años en paz y con los cuidados necesarios. Pero lo que vemos es un panorama diferente: el abandono, la soledad y, en muchos casos, la pobreza, son las realidades que los envuelven.
Aunque las políticas públicas costarricenses han hecho esfuerzos por integrar a este sector de la población en actividades comunitarias, garantizar su acceso a la salud y promover programas de envejecimiento activo, lo cierto es que estos esfuerzos no son suficientes. El cuidado de los ancianos sigue siendo, en gran parte, responsabilidad de las familias, quienes muchas veces no cuentan con los recursos o el tiempo para ofrecer una atención adecuada. Y, como si fuera poco, el estado no cuenta con la capacidad logística para atender la creciente demanda de este grupo etario, que solo va en aumento debido al envejecimiento acelerado de la población.
¿Qué dice esto de nosotros como sociedad?
A pesar de nuestras constantes reflexiones sobre la importancia del bienestar social y la solidaridad, seguimos arrinconando a nuestros mayores. El “envejecer con dignidad”, lema de la conmemoración de este año, parece más una ironía cruel que una realidad palpable. En lugar de ser vistos como fuentes de sabiduría y experiencia, muchos adultos mayores son percibidos como una carga. Y no nos engañemos, esta no es solo una crítica dirigida a las autoridades, sino también a nosotros mismos, como ciudadanos y miembros de una comunidad que ha permitido que esto ocurra.
El maltrato y la discriminación hacia las personas adultas mayores no siempre se manifiestan de forma abierta. En muchos casos, está en los pequeños detalles: la falta de accesibilidad en los espacios públicos, la invisibilización de sus necesidades en las políticas urbanas y la escasez de oportunidades de participación activa en la vida social. Las casas de cuidados de larga estancia, a menudo, no son más que una excusa para el abandono familiar, y la brecha tecnológica, que tan orgullosamente se cierra para los jóvenes, sigue dejando a los ancianos excluidos de un mundo cada vez más digitalizado.
Lo peor de todo es que esta situación parece haberse normalizado. Vivimos en una sociedad que no solo margina a sus ancianos, sino que, además, está en camino a reproducir los mismos errores para las futuras generaciones. Con el crecimiento de la esperanza de vida y la caída de las tasas de natalidad, Costa Rica, como muchas otras naciones, se enfrenta a una bomba demográfica. Si no actuamos ahora, el número de personas en situación de vulnerabilidad seguirá creciendo sin que existan soluciones viables para garantizarles una vejez digna.
El Día Internacional de la Persona Adulta Mayor no debería ser solo una fecha en el calendario, sino un recordatorio permanente de la deuda que tenemos con quienes nos antecedieron. No se trata de caridad ni de favores, sino de justicia y humanidad. Si queremos construir una sociedad que realmente valore a todos sus miembros, debemos empezar por reconocer que nuestros mayores merecen mucho más que un simple saludo en octubre. Nos merecemos, como sociedad, una reflexión profunda sobre el tipo de envejecimiento que estamos permitiendo para quienes ya nos abrieron camino.
La pregunta que queda flotando es simple, pero poderosa:
¿Será que algún día aprenderemos a envejecer con dignidad, o seguiremos perpetuando la indiferencia hacia los que inevitablemente seremos algún día?
La población adulta mayor de Costa Rica, un país que se precia de ser un paraíso natural y de bienestar, sigue enfrentando desafíos que desnudan el lado más oscuro de nuestra sociedad. Se espera que estos ciudadanos, quienes han contribuido al desarrollo y sostenimiento del país, disfruten de sus últimos años en paz y con los cuidados necesarios. Pero lo que vemos es un panorama diferente: el abandono, la soledad y, en muchos casos, la pobreza, son las realidades que los envuelven.
Aunque las políticas públicas costarricenses han hecho esfuerzos por integrar a este sector de la población en actividades comunitarias, garantizar su acceso a la salud y promover programas de envejecimiento activo, lo cierto es que estos esfuerzos no son suficientes. El cuidado de los ancianos sigue siendo, en gran parte, responsabilidad de las familias, quienes muchas veces no cuentan con los recursos o el tiempo para ofrecer una atención adecuada. Y, como si fuera poco, el estado no cuenta con la capacidad logística para atender la creciente demanda de este grupo etario, que solo va en aumento debido al envejecimiento acelerado de la población.
¿Qué dice esto de nosotros como sociedad?
A pesar de nuestras constantes reflexiones sobre la importancia del bienestar social y la solidaridad, seguimos arrinconando a nuestros mayores. El “envejecer con dignidad”, lema de la conmemoración de este año, parece más una ironía cruel que una realidad palpable. En lugar de ser vistos como fuentes de sabiduría y experiencia, muchos adultos mayores son percibidos como una carga. Y no nos engañemos, esta no es solo una crítica dirigida a las autoridades, sino también a nosotros mismos, como ciudadanos y miembros de una comunidad que ha permitido que esto ocurra.
El maltrato y la discriminación hacia las personas adultas mayores no siempre se manifiestan de forma abierta. En muchos casos, está en los pequeños detalles: la falta de accesibilidad en los espacios públicos, la invisibilización de sus necesidades en las políticas urbanas y la escasez de oportunidades de participación activa en la vida social. Las casas de cuidados de larga estancia, a menudo, no son más que una excusa para el abandono familiar, y la brecha tecnológica, que tan orgullosamente se cierra para los jóvenes, sigue dejando a los ancianos excluidos de un mundo cada vez más digitalizado.
Lo peor de todo es que esta situación parece haberse normalizado. Vivimos en una sociedad que no solo margina a sus ancianos, sino que, además, está en camino a reproducir los mismos errores para las futuras generaciones. Con el crecimiento de la esperanza de vida y la caída de las tasas de natalidad, Costa Rica, como muchas otras naciones, se enfrenta a una bomba demográfica. Si no actuamos ahora, el número de personas en situación de vulnerabilidad seguirá creciendo sin que existan soluciones viables para garantizarles una vejez digna.
El Día Internacional de la Persona Adulta Mayor no debería ser solo una fecha en el calendario, sino un recordatorio permanente de la deuda que tenemos con quienes nos antecedieron. No se trata de caridad ni de favores, sino de justicia y humanidad. Si queremos construir una sociedad que realmente valore a todos sus miembros, debemos empezar por reconocer que nuestros mayores merecen mucho más que un simple saludo en octubre. Nos merecemos, como sociedad, una reflexión profunda sobre el tipo de envejecimiento que estamos permitiendo para quienes ya nos abrieron camino.
La pregunta que queda flotando es simple, pero poderosa:
¿Será que algún día aprenderemos a envejecer con dignidad, o seguiremos perpetuando la indiferencia hacia los que inevitablemente seremos algún día?