Extracto del libro La Era de las Turbulencias
17
Latinoamérica y el populismo
Pedro Malan, ministro de Economía de Brasil, se sentó al otro lado
de la mesa frente a mí en una reunión de diciembre de 1999 en Berlín.
Era un ejemplo típico de los muchos políticos económicos latinoamericanos
sumamente competentes que asistieron al primer encuentro del
Grupo de los Veinte, una organización de ministros de Economía y
banqueros centrales que se había establecido tras varios años tumultuosos
en las finanzas globales. Aunque ya nos conocíamos, la fundación
del grupo se veía como un modo de ayudar a asegurarnos de que los
países de mercado emergente se implicaban de lleno en los debates sobre
los acontecimientos económicos globales.*
Como banquero central en 1994, Malan, bajo el liderazgo del presidente
brasileño Fernando Henrique Cardoso, fue uno de los arquitectos
del Plano Real, que consiguió detener la inflación galopante del
país después de que creciera más de un 5.000 por ciento durante los
doce meses transcurridos entre mediados de 1993 y 1994. Yo sentía
una gran admiración por Pedro, pero no podía quitarme de la cabeza
una pregunta acuciante sobre el país: ¿Cómo podía gestionarse tan
mal una economía para que necesitase una reforma tan drástica? Hasta
el propio Cardoso dice ahora: «Cuando me tocó en suerte el traba-
jo, ¿quién en su sano juicio habría querido ser presidente de Brasil?»
En un plano más amplio, ¿cómo saltó Latinoamérica de una crisis
económica a otra, y de un gobierno civil a otro militar y vuelta a empezar,
en los 70, los 80 y los 90? La respuesta sencilla es que, con contadas
excepciones, Latinoamérica no ha sido capaz de desengancharse
del populismo económico que ha desarmado en términos figurados a
todo un continente en su competencia con el resto del mundo. Me
consternaba en especial la evidencia de que, a pesar de los resultados
económicos innegablemente malos de las políticas populistas adoptadas
por casi todos los gobiernos latinoamericanos en un momento u
otro desde el final de la Segunda Guerra Mundial, los datos no habían
parecido atenuar la voluntad de recurrir a ese populismo económico.
Está claro que el siglo XX no fue propicio para los vecinos meridionales
de Estados Unidos. Según el eminente historiador económico
Angus Maddison, Argentina arrancó el siglo con un PIB per cápita real
mayor que el de Alemania y equivalente a casi tres cuartas partes del
estadounidense. Para finales de siglo, sin embargo, el PIB per cápita de
Argentina había bajado hasta la mitad o menos del alemán y el de Estados
Unidos. El mexicano, a lo largo del siglo, cayó desde un tercio
a un cuarto del PIB per cápita estadounidense.* El tirón económico de
su vecino del norte no bastó para impedir la bajada. Durante el siglo XX,
los niveles de vida de Estados Unidos, Europa occidental y Asia subieron
casi un tercio más rápido que los de Latinoamérica. Sólo África y
Europa del Este cosecharon unos resultados igual de pobres.
El diccionario define «populismo» como una filosofía política que
respalda los derechos y el poder del pueblo, por lo general en oposición
a una elite privilegiada. Yo veo el populismo económico como la respuesta
de una población empobrecida a una sociedad en declive, caracterizada
por una elite económica a la que se percibe como opresora. Bajo
el populismo económico, el gobierno accede a las exigencias del pueblo,
sin parar mientes en los derechos individuales o las realidades económicas
referentes a cómo se aumenta o siquiera se sostiene la riqueza
de una nación. En otras palabras, se pasa por alto las consecuencias económicas
adversas de las políticas, de forma deliberada o involuntaria.
El populismo es más evidente, como cabría esperar, en las economías
con altos niveles de desigualdad de renta, como en Latinoamérica. En
verdad, la desigualdad en todas las economías latinoamericanas se cuenta
entre las más altas del mundo, muy por encima de cualquier país industrial
y, lo que llama la atención, de cualquiera de las economías del este
asiático.
Las raíces de la desigualdad latinoamericana se encuentran en lo más
profundo de la colonización europea que, desde el siglo XVI al XIX, explotó
a los esclavos y las poblaciones indígenas. Sus vestigios actuales
pueden apreciarse, según el Banco Mundial, en las grandes disparidades
raciales de renta. A resultas de ello, Latinoamérica era terreno abonado
para el surgimiento del populismo económico en el siglo XX. La
miseria absoluta coexiste con la prosperidad económica. Se acusa invariablemente
a las elites económicas de utilizar el poder del gobierno para
llenarse los bolsillos.
Aún en el día de hoy se percibe erróneamente a Estados Unidos
como causa primordial de la miseria económica al sur de su frontera.
Durante décadas, los políticos latinoamericanos han arremetido contra
el capitalismo corporativo americano y el «imperialismo yanqui».
Motivo especial de irritación para los latinoamericanos ha sido un siglo
de dominancia económica y militar estadounidense y el uso de la
«diplomacia de cañonera» para reafirmar los derechos de propiedad
americanos. El presidente Theodore Roosevelt, en 1903, fue un paso más
allá, al instigar una revuelta que separó a Panamá de Colombia, después
de que esta última negara a Estados Unidos permiso para construir un
canal a través de Panamá. No es de extrañar que Pancho Villa deviniera
un héroe para los mexicanos. Había estado sembrando el terror en los
asentamientos fronterizos estadounidenses, y una prolongada incursión
militar norteamericana en México en 1916 (dirigida por el general John
Pershing) no logró prenderlo.
La mejor plasmación de la respuesta latinoamericana más amplia fue
el acto de antiamericanismo desafiante de Lázaro Cárdenas, que lo
propulsó a ser posiblemente el presidente mexicano más popular del
siglo XX. En 1938, expropió todas las propiedades petrolíferas de titularidad
extranjera, sobre todo las de Standard Oil of New Jersey y Royal
Dutch Shell. Su acción tuvo consecuencias funestas para México a largo
plazo.* Aun así, Cárdenas es recordado como un héroe, y el apellido,
casi por sí solo, estuvo en un tris de valerle la presidencia del país a su
hijo Cuauhtémoc en 1988.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y en verdad remontándonos
hasta la Política del Buen Vecino de Franklin Roosevelt, la política
exterior estadounidense ha realizado intentos de mejorar nuestra
imagen negativa. Además, la mayoría de analistas objetivos, sospecho,
atribuirían a la inversión estadounidense de posguerra el mérito de haber
contribuido en general a la prosperidad de Latinoamérica. Pero la historia
pesa mucho en la región. Las creencias que pasan de una generación
a otra, la cultura de una sociedad, cambian muy despacio. Muchos
latinoamericanos del siglo XXI, en mi experiencia, siguen haciendo
piña contra Estados Unidos. El venezolano Hugo Chávez, en particular,
ha trabajado con diligencia para avivar los sentimientos antiamericanos.
El populismo económico busca la reforma, no la revolución. Sus
practicantes dejan claro los agravios concretos que hay que corregir,
pero sus prescripciones son vagas. A diferencia del capitalismo o el
socialismo, el populismo económico no trae consigo un análisis formalizado
de las condiciones necesarias para la creación de riqueza y el
aumento del nivel de vida. Tiene poco de cerebral. Se trata más bien de
un grito de dolor. Los líderes populistas ofrecen promesas inequívocas
de remediar las injusticias percibidas. La redistribución de la tierra
y el procesamiento de una elite corrupta que supuestamente roba a los
pobres son panaceas habituales; los líderes prometen tierra, vivienda y
comida para todos. También se codicia la «justicia», que suele ser redistributiva.
En todas sus diversas variedades, por supuesto, el populismo
económico lleva la contra al capitalismo de libre mercado. Sin
embargo, esta postura es fundamentalmente errónea, y se basa en una
concepción equivocada del capitalismo. Yo y muchos otros, tanto dentro
como fuera de la región, sostendríamos que los populistas económicos
tienen más posibilidades de conseguir sus metas por medio de más
capitalismo, y no menos. Donde ha habido éxitos —donde los niveles
de vida de la mayoría han subido—, unos mercados más abiertos y un
aumento de la propiedad privada han desempeñado un papel crucial.
La mejor prueba de que el populismo es ante todo una respuesta
emocional que no se basa en ideas es que no parece retroceder ante sus
repetidos fracasos. Brasil, Argentina, Chile y Perú han tenido múltiples
episodios de políticas populistas fallidas desde el final de la Segunda
Guerra Mundial. Aun así, las nuevas generaciones de líderes en aparien-
cia no han aprendido de la historia y siguen buscando las soluciones simplistas
del populismo. Puede sostenerse que, en el proceso, han empeorado
las cosas.
Lamento que los movimientos populistas cierren los ojos al fracaso
económico previo en su lucha por articular una respuesta a su angustia
actual, pero no me sorprende ni eso ni su rechazo del capitalismo
de libre mercado. A decir verdad, confieso, no sin cierto sentido de la
ironía, que siempre me ha desconcertado la voluntad de unas poblaciones
grandes y a menudo pobremente educadas y de sus representantes
gubernamentales de adherirse a las reglas del capitalismo de mercado.
El capitalismo de mercado es una amplia abstracción que no siempre
concuerda con opiniones no instruidas sobre el modo en que funcionan
las economías. Supongo que los mercados se aceptan gracias a su
largo historial de creación de riqueza. Con todo, como a menudo se me
queja la gente: «No sé cómo funciona, y siempre parece tambalearse al
borde del caos.» No es una sensación del todo ilógica pero, como se
enseña en Primero de Economía, cuando una economía de mercado se
aleja periódicamente de un camino en apariencia estable, las respuestas
competitivas entran en acción para reequilibrarla. Dado que ese
reequilibrio implica millones de transacciones, el proceso es muy difícil
de captar. Las abstracciones del aula sólo alcanzan a ofrecer un
atisbo de la dinámica que, por ejemplo, permitió que la economía estadounidense
se estabilizara y creciese tras los atentados del 11 de septiembre.
El populismo económico se imagina un mundo más sencillo, en el
que un marco conceptual se antoja una distracción de la necesidad evidente
y acuciante. Sus principios son simples. Si existe paro, el gobierno
debería contratar a los desempleados. Si el dinero escasea y en consecuencia
los tipos de interés son altos, el gobierno debería asignar un tope
a los tipos o imprimir más dinero. Si los bienes importados amenazan
al empleo, se acaba con las importaciones. ¿Por qué son esas respuestas
menos razonables que suponer que, si quieres que el coche arranque,
le das al contacto?
La respuesta es que, en unas economías en las que millones de personas
trabajan y comercian a diario, los mercados individuales están tan
entrelazados que, si se pone tope a un desequilibrio, se desencadena
inadvertidamente una serie de otros desequilibrios. Si se asigna un techo
de precios a la gasolina, surgen carestías con las consiguientes largas
colas en las gasolineras, como quedó de manifiesto para los estadouni-
denses en 1974. Lo bonito de un sistema de mercado es que, cuando
funciona bien, como sucede casi todo el tiempo, tiende a crear su propio
equilibrio. La perspectiva populista equivale a una contabilidad por
partida simple. Sólo anota los créditos, como los beneficios inmediatos
de unos precios de la gasolina más bajos. Los economistas, confío,
practican la contabilidad por partida doble.
Lastrado por su carestía de concreciones de política económica significativas,
el populismo, para atraerse fieles, debe arrogarse una justificación
moral. En consecuencia, los dirigentes populistas deben ser
carismáticos y lucir un aura de saber lo que se hacen, incluso una competencia
autoritaria. Muchos, quizá la mayoría, de esos líderes han salido
del ejército. En la práctica no defienden la superioridad conceptual del
populismo sobre los mercados libres. No adoptan el formalismo intelectual
de Marx. Su mensaje económico es simple retórica aderezada con
palabras como «explotación», «justicia» y «reforma agraria», no «PIB»
o «productividad».
Para los campesinos que aran campos ajenos, la redistribución de la
tierra es una meta reverenciada. Los líderes populistas nunca abordan
el potencial lado malo, que puede ser devastador. Robert Mugabe, presidente
de Zimbabue desde 1987, prometió y dio a sus seguidores la
tierra confiscada a los colonos blancos. Pero los nuevos propietarios no
estaban preparados para gestionarla. La producción de alimentos se
hundió y precisó de una importación a gran escala. La renta tributable
cayó en picado, lo que obligó a Mugabe a recurrir a la impresión de
dinero para financiar su gobierno. La hiperinflación, en el momento
de escribir estas líneas, está deshaciendo el pacto social de Zimbabue.
Una de las economías históricamente más prósperas de África está siendo
destruida.
Hugo Chávez, que llegó a la presidencia de Venezuela en 1999, está
siguiendo el ejemplo de Mugabe. Está arrasando y politizando la antaño
orgullosa industria petrolífera venezolana, la segunda más grande
del mundo hace medio siglo. El nivel de mantenimiento esencial de
los yacimientos petrolíferos experimentó un drástico descenso cuando
sustituyó a la mayoría de técnicos no políticos de la petrolera estatal
por adictos a su régimen. Eso provocó una pérdida permanente de
varios centenares de miles de barriles al día en capacidad productiva.
La producción de crudo venezolano pasó de una media de 3,2 millones
de barriles al día en 2000 a 2,4 millones de barriles diarios durante
la primavera de 2007.
Aun así, la fortuna ha sonreído a Chávez. Sus políticas habrían llevado
a la bancarrota a casi cualquier otra nación. Pero, desde que llegó
a presidente, la demanda mundial de petróleo ha engendrado una casi
cuadruplicación de los precios del crudo y, al menos de momento, le
ha sacado las castañas del fuego. Contando su crudo pesado, es muy
posible que Venezuela posea una de las mayores reservas de petróleo
del mundo. Pero el petróleo en el subsuelo no es más valioso que cuando
esperó en letargo durante milenios, a menos que se pueda crear una
economía para extraerlo.*
Un significativo dilema agobia a Chávez en su postura política. Dos
terceras partes de los ingresos petroleros de su país proceden del crudo
enviado a Estados Unidos. A Venezuela le resultaría muy costoso
despojarse de su gran cliente, porque produce ante todo un crudo pesado
y ácido que requiere la capacidad de las refinerías estadounidenses.
Desviar petróleo a Asia será posible pero muy costoso. Unos precios
más altos, por supuesto, darían margen a Chávez para absorber los
costes adicionales, pero al aumentar su compra de influencia en el extranjero
y apoyo político en casa está atando su futuro político, de forma
gradual pero inexorable, al precio del petróleo. Necesita unos precios
cada vez más altos para salirse con la suya. Puede que la fortuna no le
sonría por siempre.
El mundo debería sentirse aliviado de que no todos los populistas
carismáticos se comporten como Chávez y Mugabe cuando llegan al
poder. Luiz Inácio Lula da Silva, un populista brasileño con muchos
partidarios, fue elegido presidente en 2002. Previendo su victoria, los
mercados de valores brasileños se hundieron, crecieron las expectativas
de inflación y se retiró mucha de la inversión extranjera prevista.
Pero, para sorpresa de la mayoría, yo incluido, ha seguido a grandes
rasgos las sensatas políticas plasmadas en el Plano Real, que Cardoso,
su antecesor, había introducido al sojuzgar la hiperinflación de principios
de los 90.
El populismo económico hace grandes promesas sin plantearse
cómo financiarlas. Con demasiada frecuencia, su cumplimiento provoca
una falta de ingresos fiscales y hace imposible tomar prestado del sector
privado o de inversores extranjeros. Eso casi siempre conduce a una
dependencia desesperada del banco central para que actúe de pagador.
Exigir a un banco central que imprima dinero para aumentar el poder
adquisitivo del gobierno desata invariablemente una tormenta hiperinflacionaria.
El resultado, a lo largo de la historia, ha sido gobiernos
derrocados y graves amenazas para la estabilidad social. Ese patrón
caracterizó el episodio inflacionario de Brasil en 1994, el de Argentina
en 1989, el de México a mediados de los 80 y el de Chile a mediados
de los 70. Los efectos para sus sociedades fueron devastadores.
Como sentenciaron los prestigiosos economistas internacionales
Rudiger Dornbusch y Sebastian Edwards, «al final de todo experimento
populista, los salarios reales son más bajos de lo que eran al principio
». La hiperinflación hace acto de presencia periódicamente en las
naciones en vías de desarrollo; de hecho, es una de sus tendencias
definitorias.
¿Puede Latinoamérica dar la espalda al populismo económico? En
las últimas dos décadas, a pesar de los repetidos fracasos de política
macroeconómica, o quizá gracias a ellos, los principales países de la
región han engendrado un círculo de técnicos económicos que sin duda
poseen credenciales suficientes para conducir a Latinoamérica en una
nueva dirección. La lista está tachonada de personas de excepcional
talento, con la mayoría de las cuales he tenido el privilegio de trabajar
en algunos momentos muy difíciles de las décadas recientes: Pedro
Aspe, Guillermo Ortiz, José Ángel Gurría y Francisco Gil Díaz en
México; Pedro Malan y Arminio Fraga Neto en Brasil; Domingo Cavallo
en Argentina; y otros. La mayoría tienen titulaciones avanzadas
en Economía de prestigiosas universidades estadounidenses. Algunos
llegaron incluso a jefes de Estado: Ernesto Zedillo en México y Fernando
Henrique Cardoso en Brasil. La mayoría instituyeron reformas y
políticas productivas liberalizadoras del mercado pese a una profunda
resistencia popular, políticas que mejoraron sus economías. Latinoamérica
estaría mucho peor sin esos capaces profesionales, en mi opinión.
Pero la profunda brecha entre la visión del mundo de la mayoría de esos
políticos y la de las sociedades a las que sirven, que siguen siendo propensas
al populismo económico, es obstinadamente persistente.
El tenue control de la estabilidad económica de Latinoamérica saltó
una vez más a la palestra en 2006 con las elecciones generales de México,
país que tiene la segunda economía más grande de la región. A pesar de
los muchos éxitos obtenidos desde que la crisis del tipo de cambio de
finales de 1994 llevara a México al borde de la bancarrota, un agitador
populista —Andrés Manuel López Obrador— estuvo a punto de sa-
lir elegido presidente. Si una vez asumido el cargo hubiera tenido más
de Lula que de Chávez, no lo sé.
¿Puede cambiar rápidamente una sociedad con profundas raíces
populistas económicas? Los individuos pueden y lo han hecho. Pero,
¿puede la estructura de mercado de una economía desarrollada —sus
leyes, prácticas y cultura— imponerse a una sociedad criada en antagonismos
antiguos? El Plano Real brasileño sugiere las posibilidades.
Desde la estabilización de 1994, la inflación de Brasil ha estado contenida,
salvo por una transitoria alza de precios durante su devaluación
del tipo de cambio del 40 por ciento a finales de 2002. Su economía ha
funcionado bien y los niveles de vida han subido. Desde luego, el que
la devaluación no desencadenara más que una erupción a corto plazo
de inflación puede tener más que ver con las fuerzas desinflacionarias
globales que con la política nacional, pero la economía brasileña parece
estar trabajando para el pueblo brasileño.
La experiencia de Argentina, en cambio, invita menos al optimismo.
Su economía se hundió en 2002, cuando se interrumpió la paridad
del peso argentino con el dólar estadounidense, con enormes consecuencias
negativas para el empleo y los niveles de vida. La historia del desastre
resulta ilustrativa de hasta dónde pueden llegar unos políticos reformistas
sin el apoyo implícito de la población para las políticas
fundamentales necesarias. El impulso de una sociedad para satisfacer
sus necesidades del momento, por ejemplo, no puede frustrarse mediante
la imposición de una camisa de fuerza financiera. La sociedad debe
experimentar avances y confiar en sus líderes antes de estar dispuesta
a invertir para el largo plazo. Este cambio de cultura por lo general
requiere mucho tiempo.
Argentina era, en muchos aspectos, una cultura europea antes de la
Primera Guerra Mundial. Una sucesión de programas económicos fallidos
y períodos de inflación asoladora creó inestabilidad económica.
Argentina perdió terreno en las comparaciones económicas internacionales,
sobre todo durante el régimen autocrático de Juan Perón. Su
cultura estaba cambiando, gradual pero significativamente. Ni siquiera
el régimen posperonista del bienintencionado Raúl Alfonsín logró atajar
la inflación explosiva y el estancamiento de la profusamente regulada
economía argentina.
Al final, en 1991, la situación se volvió tan desesperada que el presidente
recién elegido, Carlos Menem, que irónicamente enarbolaba la
bandera de Perón, recurrió a su capaz ministro de Economía, Domin-
go Cavallo, en busca de ayuda. Con el respaldo del presidente Menem,
Cavallo vinculó el peso argentino en paridad de uno a uno con el dólar
estadounidense. Esa estrategia extremadamente arriesgada podría
haber saltado en pedazos horas después de su implantación. Sin embargo,
la osadía de la jugada y la aparente credibilidad del compromiso espolearon
a los mercados financieros mundiales. Los tipos de interés argentinos
cayeron en picado, la inflación bajó del 20.000 por ciento en marzo
de 1990 a una tasa anual de un solo dígito para finales de 1991. Yo rebosaba
asombro y esperanza.
A resultas de ello, el gobierno argentino estuvo en condiciones de
reunir grandes sumas de dólares en los mercados internacionales a unos
tipos de interés sólo moderadamente superiores a los exigidos por el
Tesoro estadounidense. Las opiniones reformistas de Cavallo me sonaban
mucho más sensatas que la retórica desinformada que a la sazón
surgía de muchos legisladores y gobernadores provinciales argentinos.
Sus puntos de vista recordaban demasiado a la irresponsabilidad fiscal
de décadas anteriores. Recuerdo que miré a Cavallo desde el otro lado
de la mesa en otra reunión del G20 y me pregunté si era consciente de
que el sostén que suponía para el peso esa capacidad de préstamo seguiría
siendo una fuente de apoyo sólo si no se usaba en exceso. El mantenimiento
de ese abultado colchón de dólares probablemente habría
permitido que el lazo de la moneda durase indefinidamente. Sin embargo,
el sistema político de Argentina no pudo resistirse a emplear la abundancia
de dólares en apariencia gratuitos en intentos de satisfacer las
exigencias de sus electores.
De manera gradual pero inexorable, el colchón de la capacidad de
tomar dólares prestados fue menguando. A menudo se tomaban prestados
dólares para venderlos por pesos en un fútil esfuerzo por respaldar
la paridad peso-dólar. Se tocó el fondo del barril a finales de 2001. Para
proteger sus reservas de dólares restantes, el banco central retiró su
oferta de un dólar por un peso en los mercados internacionales. A resultas
de ello, el 7 de enero de 2002, el peso se hundió. Para mediados
de 2002, hacían falta más de tres pesos para comprar un dólar.
Un impago masivo de la deuda argentina indujo un período inicial
de inflación y tipos de interés disparados pero, para gran sorpresa mía,
la calma financiera se restableció con relativa rapidez. El brusco descenso
del peso espoleó las ventas de exportaciones y la actividad económica.
La inflación suponía un problema mucho menor de lo que
episodios parecidos anteriores habrían sugerido. Dentro de una década,
sospecho, los historiadores económicos concluirán que fueron las fuerzas
desinflacionarias de la globalización las que facilitaron el ajuste.
Lo que me pareció inusual del episodio no fue que en 2001 los líderes
argentinos fueran incapaces de reunir la contención fiscal necesaria
para mantener el lazo entre peso y dólar, sino que hubieran sido
capaces durante una temporada de convencer a su población de que
observara el grado de contención que precisaba un peso vinculado. Era
a todas luces una política destinada a inducir un desplazamiento fundamental
de los valores culturales que devolvería a Argentina la talla
internacional de la que había disfrutado en los años inmediatamente
anteriores a la Primera Guerra Mundial. Pero la inercia cultural se demostró,
como había sucedido muchas veces antes, un obstáculo demasiado
formidable.
No es que los países desarrollados, como Estados Unidos, no hayan
tenido escarceos con el populismo económico. Sin embargo, en mi
opinión, es improbable que unos líderes populistas pudieran cambiar
la Constitución o la cultura estadounidenses o sembrar la destrucción
de un Perón o un Mugabe. William Jennings Bryan, con su conmovedor
discurso de la «Cruz de Oro» en el congreso demócrata de 1896 fue,
a mi entender, la voz más eficaz del populismo económico en la historia
de Estados Unidos. («No ceñiréis a la frente de los trabajadores esta
corona de espinas —declaró—. No crucificaréis a la humanidad en una
cruz de oro.») Aun así, dudo que el país hubiese cambiado mucho si
hubiera llegado a presidente.
Lo mismo diría de Huey Long de Louisiana, cuya retórica del
«compartir la riqueza» en la década de 1930 le valió el cargo de gobernador
y un escaño en el Senado de Estados Unidos. Tenía la vista puesta
en la Casa Blanca cuando lo asesinaron en 1935. Está claro que el populismo,
sin embargo, no se lleva en los genes. Su hijo Russell, al que
conocí bien como presidente durante mucho tiempo del Comité de
Finanzas del Senado, era un defensor a ultranza del capitalismo y las
deducciones fiscales a las empresas.
Han existido, por supuesto, numerosos episodios de política populista,
pero no gobiernos, a lo largo de la historia estadounidense, desde
el movimiento de la plata gratis de finales del XIX hasta buena parte de
la legislación del New Deal. El más reciente fue la malhadada congelación
de precios y salarios de Richard Nixon en agosto de 1971. Pero
los episodios de políticas populistas del presidente Nixon y otros anteriores
fueron aberraciones en el progreso económico de Estados Unidos. Las políticas y los gobiernos populistas de Latinoamérica han
sido endémicos y por tanto han tenido muchas más consecuencias.
Se presume que el populismo económico es una extensión de la
democracia a la economía. No lo es. Los demócratas (en general, no
sólo los del Partido Demócrata) apoyan una forma de gobierno en que
la mayoría decide a propósito de todos los asuntos públicos, pero nunca
en contravención de los derechos básicos de los individuos. En esas
sociedades, los derechos de las minorías están protegidos de la mayoría.
Hemos escogido otorgar a la mayoría el derecho a decidir todos
los asuntos de política pública que no vulneren los derechos individuales.*
La democracia es un proceso embrollado, y desde luego no siempre
constituye la forma más eficaz de gobierno. Aun así, estoy de acuerdo
con la agudeza de Winston Churchill: «La democracia es la peor
forma de gobierno a excepción de todas las demás que se han probado
de vez en cuando.» Para bien o para mal, no tenemos más remedio
que presuponer que las personas que actúan con libertad en última
instancia tomarán las decisiones adecuadas sobre cómo gobernarse. Si
la mayoría toma las decisiones equivocadas, habrá consecuencias adversas;
incluso, al final, un caos civil.
El populismo atado a los derechos individuales es lo que la mayoría
denomina democracia liberal. El «populismo económico», en el sentido
que le dan la mayoría de economistas, sin embargo, se refiere implícitamente
a una democracia en la que el calificador «derechos individuales
» está en buena medida desaparecido. La democracia sin matices, en
la que el 51 por ciento de las personas puede desentenderse legalmente
de los derechos del restante 49 por ciento, conduce a la tiranía.** El
término, pues, se vuelve peyorativo cuando se aplica a personajes como
Perón, quien para la mayoría de historiadores es el principal responsable
del prolongado declive económico de Argentina tras la Segunda
Guerra Mundial. Argentina sigue trabajando bajo ese legado.
La batalla en pro del capitalismo nunca se gana. Latinoamérica lo
demuestra con mayor claridad quizá que ninguna otra región. La concentración
de la renta y una aristocracia terrateniente enraizada en las
conquistas españolas y portuguesas del siglo XVI todavía fomentan
profundos y enconados rencores. El capitalismo en Latinoamérica todavía
es una lucha en el mejor de los casos.
17
Latinoamérica y el populismo
Pedro Malan, ministro de Economía de Brasil, se sentó al otro lado
de la mesa frente a mí en una reunión de diciembre de 1999 en Berlín.
Era un ejemplo típico de los muchos políticos económicos latinoamericanos
sumamente competentes que asistieron al primer encuentro del
Grupo de los Veinte, una organización de ministros de Economía y
banqueros centrales que se había establecido tras varios años tumultuosos
en las finanzas globales. Aunque ya nos conocíamos, la fundación
del grupo se veía como un modo de ayudar a asegurarnos de que los
países de mercado emergente se implicaban de lleno en los debates sobre
los acontecimientos económicos globales.*
Como banquero central en 1994, Malan, bajo el liderazgo del presidente
brasileño Fernando Henrique Cardoso, fue uno de los arquitectos
del Plano Real, que consiguió detener la inflación galopante del
país después de que creciera más de un 5.000 por ciento durante los
doce meses transcurridos entre mediados de 1993 y 1994. Yo sentía
una gran admiración por Pedro, pero no podía quitarme de la cabeza
una pregunta acuciante sobre el país: ¿Cómo podía gestionarse tan
mal una economía para que necesitase una reforma tan drástica? Hasta
el propio Cardoso dice ahora: «Cuando me tocó en suerte el traba-
jo, ¿quién en su sano juicio habría querido ser presidente de Brasil?»
En un plano más amplio, ¿cómo saltó Latinoamérica de una crisis
económica a otra, y de un gobierno civil a otro militar y vuelta a empezar,
en los 70, los 80 y los 90? La respuesta sencilla es que, con contadas
excepciones, Latinoamérica no ha sido capaz de desengancharse
del populismo económico que ha desarmado en términos figurados a
todo un continente en su competencia con el resto del mundo. Me
consternaba en especial la evidencia de que, a pesar de los resultados
económicos innegablemente malos de las políticas populistas adoptadas
por casi todos los gobiernos latinoamericanos en un momento u
otro desde el final de la Segunda Guerra Mundial, los datos no habían
parecido atenuar la voluntad de recurrir a ese populismo económico.
Está claro que el siglo XX no fue propicio para los vecinos meridionales
de Estados Unidos. Según el eminente historiador económico
Angus Maddison, Argentina arrancó el siglo con un PIB per cápita real
mayor que el de Alemania y equivalente a casi tres cuartas partes del
estadounidense. Para finales de siglo, sin embargo, el PIB per cápita de
Argentina había bajado hasta la mitad o menos del alemán y el de Estados
Unidos. El mexicano, a lo largo del siglo, cayó desde un tercio
a un cuarto del PIB per cápita estadounidense.* El tirón económico de
su vecino del norte no bastó para impedir la bajada. Durante el siglo XX,
los niveles de vida de Estados Unidos, Europa occidental y Asia subieron
casi un tercio más rápido que los de Latinoamérica. Sólo África y
Europa del Este cosecharon unos resultados igual de pobres.
El diccionario define «populismo» como una filosofía política que
respalda los derechos y el poder del pueblo, por lo general en oposición
a una elite privilegiada. Yo veo el populismo económico como la respuesta
de una población empobrecida a una sociedad en declive, caracterizada
por una elite económica a la que se percibe como opresora. Bajo
el populismo económico, el gobierno accede a las exigencias del pueblo,
sin parar mientes en los derechos individuales o las realidades económicas
referentes a cómo se aumenta o siquiera se sostiene la riqueza
de una nación. En otras palabras, se pasa por alto las consecuencias económicas
adversas de las políticas, de forma deliberada o involuntaria.
El populismo es más evidente, como cabría esperar, en las economías
con altos niveles de desigualdad de renta, como en Latinoamérica. En
verdad, la desigualdad en todas las economías latinoamericanas se cuenta
entre las más altas del mundo, muy por encima de cualquier país industrial
y, lo que llama la atención, de cualquiera de las economías del este
asiático.
Las raíces de la desigualdad latinoamericana se encuentran en lo más
profundo de la colonización europea que, desde el siglo XVI al XIX, explotó
a los esclavos y las poblaciones indígenas. Sus vestigios actuales
pueden apreciarse, según el Banco Mundial, en las grandes disparidades
raciales de renta. A resultas de ello, Latinoamérica era terreno abonado
para el surgimiento del populismo económico en el siglo XX. La
miseria absoluta coexiste con la prosperidad económica. Se acusa invariablemente
a las elites económicas de utilizar el poder del gobierno para
llenarse los bolsillos.
Aún en el día de hoy se percibe erróneamente a Estados Unidos
como causa primordial de la miseria económica al sur de su frontera.
Durante décadas, los políticos latinoamericanos han arremetido contra
el capitalismo corporativo americano y el «imperialismo yanqui».
Motivo especial de irritación para los latinoamericanos ha sido un siglo
de dominancia económica y militar estadounidense y el uso de la
«diplomacia de cañonera» para reafirmar los derechos de propiedad
americanos. El presidente Theodore Roosevelt, en 1903, fue un paso más
allá, al instigar una revuelta que separó a Panamá de Colombia, después
de que esta última negara a Estados Unidos permiso para construir un
canal a través de Panamá. No es de extrañar que Pancho Villa deviniera
un héroe para los mexicanos. Había estado sembrando el terror en los
asentamientos fronterizos estadounidenses, y una prolongada incursión
militar norteamericana en México en 1916 (dirigida por el general John
Pershing) no logró prenderlo.
La mejor plasmación de la respuesta latinoamericana más amplia fue
el acto de antiamericanismo desafiante de Lázaro Cárdenas, que lo
propulsó a ser posiblemente el presidente mexicano más popular del
siglo XX. En 1938, expropió todas las propiedades petrolíferas de titularidad
extranjera, sobre todo las de Standard Oil of New Jersey y Royal
Dutch Shell. Su acción tuvo consecuencias funestas para México a largo
plazo.* Aun así, Cárdenas es recordado como un héroe, y el apellido,
casi por sí solo, estuvo en un tris de valerle la presidencia del país a su
hijo Cuauhtémoc en 1988.
Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y en verdad remontándonos
hasta la Política del Buen Vecino de Franklin Roosevelt, la política
exterior estadounidense ha realizado intentos de mejorar nuestra
imagen negativa. Además, la mayoría de analistas objetivos, sospecho,
atribuirían a la inversión estadounidense de posguerra el mérito de haber
contribuido en general a la prosperidad de Latinoamérica. Pero la historia
pesa mucho en la región. Las creencias que pasan de una generación
a otra, la cultura de una sociedad, cambian muy despacio. Muchos
latinoamericanos del siglo XXI, en mi experiencia, siguen haciendo
piña contra Estados Unidos. El venezolano Hugo Chávez, en particular,
ha trabajado con diligencia para avivar los sentimientos antiamericanos.
El populismo económico busca la reforma, no la revolución. Sus
practicantes dejan claro los agravios concretos que hay que corregir,
pero sus prescripciones son vagas. A diferencia del capitalismo o el
socialismo, el populismo económico no trae consigo un análisis formalizado
de las condiciones necesarias para la creación de riqueza y el
aumento del nivel de vida. Tiene poco de cerebral. Se trata más bien de
un grito de dolor. Los líderes populistas ofrecen promesas inequívocas
de remediar las injusticias percibidas. La redistribución de la tierra
y el procesamiento de una elite corrupta que supuestamente roba a los
pobres son panaceas habituales; los líderes prometen tierra, vivienda y
comida para todos. También se codicia la «justicia», que suele ser redistributiva.
En todas sus diversas variedades, por supuesto, el populismo
económico lleva la contra al capitalismo de libre mercado. Sin
embargo, esta postura es fundamentalmente errónea, y se basa en una
concepción equivocada del capitalismo. Yo y muchos otros, tanto dentro
como fuera de la región, sostendríamos que los populistas económicos
tienen más posibilidades de conseguir sus metas por medio de más
capitalismo, y no menos. Donde ha habido éxitos —donde los niveles
de vida de la mayoría han subido—, unos mercados más abiertos y un
aumento de la propiedad privada han desempeñado un papel crucial.
La mejor prueba de que el populismo es ante todo una respuesta
emocional que no se basa en ideas es que no parece retroceder ante sus
repetidos fracasos. Brasil, Argentina, Chile y Perú han tenido múltiples
episodios de políticas populistas fallidas desde el final de la Segunda
Guerra Mundial. Aun así, las nuevas generaciones de líderes en aparien-
cia no han aprendido de la historia y siguen buscando las soluciones simplistas
del populismo. Puede sostenerse que, en el proceso, han empeorado
las cosas.
Lamento que los movimientos populistas cierren los ojos al fracaso
económico previo en su lucha por articular una respuesta a su angustia
actual, pero no me sorprende ni eso ni su rechazo del capitalismo
de libre mercado. A decir verdad, confieso, no sin cierto sentido de la
ironía, que siempre me ha desconcertado la voluntad de unas poblaciones
grandes y a menudo pobremente educadas y de sus representantes
gubernamentales de adherirse a las reglas del capitalismo de mercado.
El capitalismo de mercado es una amplia abstracción que no siempre
concuerda con opiniones no instruidas sobre el modo en que funcionan
las economías. Supongo que los mercados se aceptan gracias a su
largo historial de creación de riqueza. Con todo, como a menudo se me
queja la gente: «No sé cómo funciona, y siempre parece tambalearse al
borde del caos.» No es una sensación del todo ilógica pero, como se
enseña en Primero de Economía, cuando una economía de mercado se
aleja periódicamente de un camino en apariencia estable, las respuestas
competitivas entran en acción para reequilibrarla. Dado que ese
reequilibrio implica millones de transacciones, el proceso es muy difícil
de captar. Las abstracciones del aula sólo alcanzan a ofrecer un
atisbo de la dinámica que, por ejemplo, permitió que la economía estadounidense
se estabilizara y creciese tras los atentados del 11 de septiembre.
El populismo económico se imagina un mundo más sencillo, en el
que un marco conceptual se antoja una distracción de la necesidad evidente
y acuciante. Sus principios son simples. Si existe paro, el gobierno
debería contratar a los desempleados. Si el dinero escasea y en consecuencia
los tipos de interés son altos, el gobierno debería asignar un tope
a los tipos o imprimir más dinero. Si los bienes importados amenazan
al empleo, se acaba con las importaciones. ¿Por qué son esas respuestas
menos razonables que suponer que, si quieres que el coche arranque,
le das al contacto?
La respuesta es que, en unas economías en las que millones de personas
trabajan y comercian a diario, los mercados individuales están tan
entrelazados que, si se pone tope a un desequilibrio, se desencadena
inadvertidamente una serie de otros desequilibrios. Si se asigna un techo
de precios a la gasolina, surgen carestías con las consiguientes largas
colas en las gasolineras, como quedó de manifiesto para los estadouni-
denses en 1974. Lo bonito de un sistema de mercado es que, cuando
funciona bien, como sucede casi todo el tiempo, tiende a crear su propio
equilibrio. La perspectiva populista equivale a una contabilidad por
partida simple. Sólo anota los créditos, como los beneficios inmediatos
de unos precios de la gasolina más bajos. Los economistas, confío,
practican la contabilidad por partida doble.
Lastrado por su carestía de concreciones de política económica significativas,
el populismo, para atraerse fieles, debe arrogarse una justificación
moral. En consecuencia, los dirigentes populistas deben ser
carismáticos y lucir un aura de saber lo que se hacen, incluso una competencia
autoritaria. Muchos, quizá la mayoría, de esos líderes han salido
del ejército. En la práctica no defienden la superioridad conceptual del
populismo sobre los mercados libres. No adoptan el formalismo intelectual
de Marx. Su mensaje económico es simple retórica aderezada con
palabras como «explotación», «justicia» y «reforma agraria», no «PIB»
o «productividad».
Para los campesinos que aran campos ajenos, la redistribución de la
tierra es una meta reverenciada. Los líderes populistas nunca abordan
el potencial lado malo, que puede ser devastador. Robert Mugabe, presidente
de Zimbabue desde 1987, prometió y dio a sus seguidores la
tierra confiscada a los colonos blancos. Pero los nuevos propietarios no
estaban preparados para gestionarla. La producción de alimentos se
hundió y precisó de una importación a gran escala. La renta tributable
cayó en picado, lo que obligó a Mugabe a recurrir a la impresión de
dinero para financiar su gobierno. La hiperinflación, en el momento
de escribir estas líneas, está deshaciendo el pacto social de Zimbabue.
Una de las economías históricamente más prósperas de África está siendo
destruida.
Hugo Chávez, que llegó a la presidencia de Venezuela en 1999, está
siguiendo el ejemplo de Mugabe. Está arrasando y politizando la antaño
orgullosa industria petrolífera venezolana, la segunda más grande
del mundo hace medio siglo. El nivel de mantenimiento esencial de
los yacimientos petrolíferos experimentó un drástico descenso cuando
sustituyó a la mayoría de técnicos no políticos de la petrolera estatal
por adictos a su régimen. Eso provocó una pérdida permanente de
varios centenares de miles de barriles al día en capacidad productiva.
La producción de crudo venezolano pasó de una media de 3,2 millones
de barriles al día en 2000 a 2,4 millones de barriles diarios durante
la primavera de 2007.
Aun así, la fortuna ha sonreído a Chávez. Sus políticas habrían llevado
a la bancarrota a casi cualquier otra nación. Pero, desde que llegó
a presidente, la demanda mundial de petróleo ha engendrado una casi
cuadruplicación de los precios del crudo y, al menos de momento, le
ha sacado las castañas del fuego. Contando su crudo pesado, es muy
posible que Venezuela posea una de las mayores reservas de petróleo
del mundo. Pero el petróleo en el subsuelo no es más valioso que cuando
esperó en letargo durante milenios, a menos que se pueda crear una
economía para extraerlo.*
Un significativo dilema agobia a Chávez en su postura política. Dos
terceras partes de los ingresos petroleros de su país proceden del crudo
enviado a Estados Unidos. A Venezuela le resultaría muy costoso
despojarse de su gran cliente, porque produce ante todo un crudo pesado
y ácido que requiere la capacidad de las refinerías estadounidenses.
Desviar petróleo a Asia será posible pero muy costoso. Unos precios
más altos, por supuesto, darían margen a Chávez para absorber los
costes adicionales, pero al aumentar su compra de influencia en el extranjero
y apoyo político en casa está atando su futuro político, de forma
gradual pero inexorable, al precio del petróleo. Necesita unos precios
cada vez más altos para salirse con la suya. Puede que la fortuna no le
sonría por siempre.
El mundo debería sentirse aliviado de que no todos los populistas
carismáticos se comporten como Chávez y Mugabe cuando llegan al
poder. Luiz Inácio Lula da Silva, un populista brasileño con muchos
partidarios, fue elegido presidente en 2002. Previendo su victoria, los
mercados de valores brasileños se hundieron, crecieron las expectativas
de inflación y se retiró mucha de la inversión extranjera prevista.
Pero, para sorpresa de la mayoría, yo incluido, ha seguido a grandes
rasgos las sensatas políticas plasmadas en el Plano Real, que Cardoso,
su antecesor, había introducido al sojuzgar la hiperinflación de principios
de los 90.
El populismo económico hace grandes promesas sin plantearse
cómo financiarlas. Con demasiada frecuencia, su cumplimiento provoca
una falta de ingresos fiscales y hace imposible tomar prestado del sector
privado o de inversores extranjeros. Eso casi siempre conduce a una
dependencia desesperada del banco central para que actúe de pagador.
Exigir a un banco central que imprima dinero para aumentar el poder
adquisitivo del gobierno desata invariablemente una tormenta hiperinflacionaria.
El resultado, a lo largo de la historia, ha sido gobiernos
derrocados y graves amenazas para la estabilidad social. Ese patrón
caracterizó el episodio inflacionario de Brasil en 1994, el de Argentina
en 1989, el de México a mediados de los 80 y el de Chile a mediados
de los 70. Los efectos para sus sociedades fueron devastadores.
Como sentenciaron los prestigiosos economistas internacionales
Rudiger Dornbusch y Sebastian Edwards, «al final de todo experimento
populista, los salarios reales son más bajos de lo que eran al principio
». La hiperinflación hace acto de presencia periódicamente en las
naciones en vías de desarrollo; de hecho, es una de sus tendencias
definitorias.
¿Puede Latinoamérica dar la espalda al populismo económico? En
las últimas dos décadas, a pesar de los repetidos fracasos de política
macroeconómica, o quizá gracias a ellos, los principales países de la
región han engendrado un círculo de técnicos económicos que sin duda
poseen credenciales suficientes para conducir a Latinoamérica en una
nueva dirección. La lista está tachonada de personas de excepcional
talento, con la mayoría de las cuales he tenido el privilegio de trabajar
en algunos momentos muy difíciles de las décadas recientes: Pedro
Aspe, Guillermo Ortiz, José Ángel Gurría y Francisco Gil Díaz en
México; Pedro Malan y Arminio Fraga Neto en Brasil; Domingo Cavallo
en Argentina; y otros. La mayoría tienen titulaciones avanzadas
en Economía de prestigiosas universidades estadounidenses. Algunos
llegaron incluso a jefes de Estado: Ernesto Zedillo en México y Fernando
Henrique Cardoso en Brasil. La mayoría instituyeron reformas y
políticas productivas liberalizadoras del mercado pese a una profunda
resistencia popular, políticas que mejoraron sus economías. Latinoamérica
estaría mucho peor sin esos capaces profesionales, en mi opinión.
Pero la profunda brecha entre la visión del mundo de la mayoría de esos
políticos y la de las sociedades a las que sirven, que siguen siendo propensas
al populismo económico, es obstinadamente persistente.
El tenue control de la estabilidad económica de Latinoamérica saltó
una vez más a la palestra en 2006 con las elecciones generales de México,
país que tiene la segunda economía más grande de la región. A pesar de
los muchos éxitos obtenidos desde que la crisis del tipo de cambio de
finales de 1994 llevara a México al borde de la bancarrota, un agitador
populista —Andrés Manuel López Obrador— estuvo a punto de sa-
lir elegido presidente. Si una vez asumido el cargo hubiera tenido más
de Lula que de Chávez, no lo sé.
¿Puede cambiar rápidamente una sociedad con profundas raíces
populistas económicas? Los individuos pueden y lo han hecho. Pero,
¿puede la estructura de mercado de una economía desarrollada —sus
leyes, prácticas y cultura— imponerse a una sociedad criada en antagonismos
antiguos? El Plano Real brasileño sugiere las posibilidades.
Desde la estabilización de 1994, la inflación de Brasil ha estado contenida,
salvo por una transitoria alza de precios durante su devaluación
del tipo de cambio del 40 por ciento a finales de 2002. Su economía ha
funcionado bien y los niveles de vida han subido. Desde luego, el que
la devaluación no desencadenara más que una erupción a corto plazo
de inflación puede tener más que ver con las fuerzas desinflacionarias
globales que con la política nacional, pero la economía brasileña parece
estar trabajando para el pueblo brasileño.
La experiencia de Argentina, en cambio, invita menos al optimismo.
Su economía se hundió en 2002, cuando se interrumpió la paridad
del peso argentino con el dólar estadounidense, con enormes consecuencias
negativas para el empleo y los niveles de vida. La historia del desastre
resulta ilustrativa de hasta dónde pueden llegar unos políticos reformistas
sin el apoyo implícito de la población para las políticas
fundamentales necesarias. El impulso de una sociedad para satisfacer
sus necesidades del momento, por ejemplo, no puede frustrarse mediante
la imposición de una camisa de fuerza financiera. La sociedad debe
experimentar avances y confiar en sus líderes antes de estar dispuesta
a invertir para el largo plazo. Este cambio de cultura por lo general
requiere mucho tiempo.
Argentina era, en muchos aspectos, una cultura europea antes de la
Primera Guerra Mundial. Una sucesión de programas económicos fallidos
y períodos de inflación asoladora creó inestabilidad económica.
Argentina perdió terreno en las comparaciones económicas internacionales,
sobre todo durante el régimen autocrático de Juan Perón. Su
cultura estaba cambiando, gradual pero significativamente. Ni siquiera
el régimen posperonista del bienintencionado Raúl Alfonsín logró atajar
la inflación explosiva y el estancamiento de la profusamente regulada
economía argentina.
Al final, en 1991, la situación se volvió tan desesperada que el presidente
recién elegido, Carlos Menem, que irónicamente enarbolaba la
bandera de Perón, recurrió a su capaz ministro de Economía, Domin-
go Cavallo, en busca de ayuda. Con el respaldo del presidente Menem,
Cavallo vinculó el peso argentino en paridad de uno a uno con el dólar
estadounidense. Esa estrategia extremadamente arriesgada podría
haber saltado en pedazos horas después de su implantación. Sin embargo,
la osadía de la jugada y la aparente credibilidad del compromiso espolearon
a los mercados financieros mundiales. Los tipos de interés argentinos
cayeron en picado, la inflación bajó del 20.000 por ciento en marzo
de 1990 a una tasa anual de un solo dígito para finales de 1991. Yo rebosaba
asombro y esperanza.
A resultas de ello, el gobierno argentino estuvo en condiciones de
reunir grandes sumas de dólares en los mercados internacionales a unos
tipos de interés sólo moderadamente superiores a los exigidos por el
Tesoro estadounidense. Las opiniones reformistas de Cavallo me sonaban
mucho más sensatas que la retórica desinformada que a la sazón
surgía de muchos legisladores y gobernadores provinciales argentinos.
Sus puntos de vista recordaban demasiado a la irresponsabilidad fiscal
de décadas anteriores. Recuerdo que miré a Cavallo desde el otro lado
de la mesa en otra reunión del G20 y me pregunté si era consciente de
que el sostén que suponía para el peso esa capacidad de préstamo seguiría
siendo una fuente de apoyo sólo si no se usaba en exceso. El mantenimiento
de ese abultado colchón de dólares probablemente habría
permitido que el lazo de la moneda durase indefinidamente. Sin embargo,
el sistema político de Argentina no pudo resistirse a emplear la abundancia
de dólares en apariencia gratuitos en intentos de satisfacer las
exigencias de sus electores.
De manera gradual pero inexorable, el colchón de la capacidad de
tomar dólares prestados fue menguando. A menudo se tomaban prestados
dólares para venderlos por pesos en un fútil esfuerzo por respaldar
la paridad peso-dólar. Se tocó el fondo del barril a finales de 2001. Para
proteger sus reservas de dólares restantes, el banco central retiró su
oferta de un dólar por un peso en los mercados internacionales. A resultas
de ello, el 7 de enero de 2002, el peso se hundió. Para mediados
de 2002, hacían falta más de tres pesos para comprar un dólar.
Un impago masivo de la deuda argentina indujo un período inicial
de inflación y tipos de interés disparados pero, para gran sorpresa mía,
la calma financiera se restableció con relativa rapidez. El brusco descenso
del peso espoleó las ventas de exportaciones y la actividad económica.
La inflación suponía un problema mucho menor de lo que
episodios parecidos anteriores habrían sugerido. Dentro de una década,
sospecho, los historiadores económicos concluirán que fueron las fuerzas
desinflacionarias de la globalización las que facilitaron el ajuste.
Lo que me pareció inusual del episodio no fue que en 2001 los líderes
argentinos fueran incapaces de reunir la contención fiscal necesaria
para mantener el lazo entre peso y dólar, sino que hubieran sido
capaces durante una temporada de convencer a su población de que
observara el grado de contención que precisaba un peso vinculado. Era
a todas luces una política destinada a inducir un desplazamiento fundamental
de los valores culturales que devolvería a Argentina la talla
internacional de la que había disfrutado en los años inmediatamente
anteriores a la Primera Guerra Mundial. Pero la inercia cultural se demostró,
como había sucedido muchas veces antes, un obstáculo demasiado
formidable.
No es que los países desarrollados, como Estados Unidos, no hayan
tenido escarceos con el populismo económico. Sin embargo, en mi
opinión, es improbable que unos líderes populistas pudieran cambiar
la Constitución o la cultura estadounidenses o sembrar la destrucción
de un Perón o un Mugabe. William Jennings Bryan, con su conmovedor
discurso de la «Cruz de Oro» en el congreso demócrata de 1896 fue,
a mi entender, la voz más eficaz del populismo económico en la historia
de Estados Unidos. («No ceñiréis a la frente de los trabajadores esta
corona de espinas —declaró—. No crucificaréis a la humanidad en una
cruz de oro.») Aun así, dudo que el país hubiese cambiado mucho si
hubiera llegado a presidente.
Lo mismo diría de Huey Long de Louisiana, cuya retórica del
«compartir la riqueza» en la década de 1930 le valió el cargo de gobernador
y un escaño en el Senado de Estados Unidos. Tenía la vista puesta
en la Casa Blanca cuando lo asesinaron en 1935. Está claro que el populismo,
sin embargo, no se lleva en los genes. Su hijo Russell, al que
conocí bien como presidente durante mucho tiempo del Comité de
Finanzas del Senado, era un defensor a ultranza del capitalismo y las
deducciones fiscales a las empresas.
Han existido, por supuesto, numerosos episodios de política populista,
pero no gobiernos, a lo largo de la historia estadounidense, desde
el movimiento de la plata gratis de finales del XIX hasta buena parte de
la legislación del New Deal. El más reciente fue la malhadada congelación
de precios y salarios de Richard Nixon en agosto de 1971. Pero
los episodios de políticas populistas del presidente Nixon y otros anteriores
fueron aberraciones en el progreso económico de Estados Unidos. Las políticas y los gobiernos populistas de Latinoamérica han
sido endémicos y por tanto han tenido muchas más consecuencias.
Se presume que el populismo económico es una extensión de la
democracia a la economía. No lo es. Los demócratas (en general, no
sólo los del Partido Demócrata) apoyan una forma de gobierno en que
la mayoría decide a propósito de todos los asuntos públicos, pero nunca
en contravención de los derechos básicos de los individuos. En esas
sociedades, los derechos de las minorías están protegidos de la mayoría.
Hemos escogido otorgar a la mayoría el derecho a decidir todos
los asuntos de política pública que no vulneren los derechos individuales.*
La democracia es un proceso embrollado, y desde luego no siempre
constituye la forma más eficaz de gobierno. Aun así, estoy de acuerdo
con la agudeza de Winston Churchill: «La democracia es la peor
forma de gobierno a excepción de todas las demás que se han probado
de vez en cuando.» Para bien o para mal, no tenemos más remedio
que presuponer que las personas que actúan con libertad en última
instancia tomarán las decisiones adecuadas sobre cómo gobernarse. Si
la mayoría toma las decisiones equivocadas, habrá consecuencias adversas;
incluso, al final, un caos civil.
El populismo atado a los derechos individuales es lo que la mayoría
denomina democracia liberal. El «populismo económico», en el sentido
que le dan la mayoría de economistas, sin embargo, se refiere implícitamente
a una democracia en la que el calificador «derechos individuales
» está en buena medida desaparecido. La democracia sin matices, en
la que el 51 por ciento de las personas puede desentenderse legalmente
de los derechos del restante 49 por ciento, conduce a la tiranía.** El
término, pues, se vuelve peyorativo cuando se aplica a personajes como
Perón, quien para la mayoría de historiadores es el principal responsable
del prolongado declive económico de Argentina tras la Segunda
Guerra Mundial. Argentina sigue trabajando bajo ese legado.
La batalla en pro del capitalismo nunca se gana. Latinoamérica lo
demuestra con mayor claridad quizá que ninguna otra región. La concentración
de la renta y una aristocracia terrateniente enraizada en las
conquistas españolas y portuguesas del siglo XVI todavía fomentan
profundos y enconados rencores. El capitalismo en Latinoamérica todavía
es una lucha en el mejor de los casos.