Diay, maes, uno está el sábado en la tarde, tranquilo, quizás pensando en si pide pizza o se hace un gallo, y de un pronto a otro, ¡pum! Se viene el baldazo. Pero una cosa es el aguacero típico de esta época y otra muy, muy diferente es el despiche que se armó en Escazú. Esto no fue una lluvia, fue una declaratoria de guerra del cielo, y el río, harto de nuestra cochinada, decidió que la calle era una mejor ruta. El saldo del chistecito: al menos 80 casas hechas un Cristo, familias viendo sus cosas flotar y un recordatorio bien amargo de que la naturaleza siempre, pero siempre, pasa la factura.
Lo que más duele de toda esta vara es escuchar a la gente. Leí el testimonio de un señor, don Gerardo Serrano, y es para que a uno se le encoja el corazón. El mae estaba tranquilo, viendo tele con la familia, cuando el agua se metió sin pedir permiso y le llegó al metro de altura. ¡Un metro! Imagínense la impotencia de ver la refri, el sillón, los chunches por los que uno se ha roto el lomo en el brete, simplemente irse flotando como si nada. Como él mismo dijo: "Las neveras, todo eso se los llevó". Diay, ¡qué sal! Perder todo así, en cuestión de minutos, por un río que se taqueó. Es una de esas situaciones que te dejan frío, pensando en lo frágil que es todo.
Y aquí es donde la historia se pone todavía más densa, porque este no fue un simple desastre natural impredecible. No, señor. Hablemos del elefante en la sala, o mejor dicho, del colchón viejo y las bolsas de basura en el caño. Un cruzrojista que andaba en la emergencia, Carlos Valverde, lo dijo clarito: la mayoría del problema son los desechos que la gente tira, que generan taponamientos y desencadenan estas emergencias. O sea, en buen tico: nosotros mismos nos jalamos la torta. Es el cuento de nunca acabar. Tiramos basura a la calle, al río, y luego nos sorprendemos cuando el agua busca salida y se nos mete hasta en la sopa. ¡Qué nivel de autoboicot!
Por supuesto, en medio del caos siempre hay gente que se la juega. Los Bomberos y la Cruz Roja llegaron a ponerle el pecho a las balas de agua. Roger Abarca, uno de los bomberos, contó que había casas donde el agua apenas llegó a los 60 centímetros, mientras que en otras pasó de lado a lado llevándose todo. Tuvieron que evacuar a seis familias de una vez porque el riesgo era demasiado. Y ni qué decir de la gente de la Cruz Roja, atendiendo a vecinos con crisis de ansiedad, incluyendo a un chiquito que estaba aterrado. Porque el agua se va, pero el susto y el trauma se quedan por un buen rato.
Al final del día, mientras las autoridades siguen limpiando el desastre, la pregunta del millón queda flotando en el aire con olor a barro. Ya sabemos la dinámica: llueve, se inunda, nos quejamos, limpiamos y esperamos al siguiente aguacero para repetir el ciclo. Es agotador. Más allá de echarle la culpa a la Muni por no limpiar o a San Pedro por el baldazo, ¿qué nos toca hacer a nosotros para que esta vara no se repita cada bendito invierno? Porque seguir tirando el chunche al río y esperar un resultado diferente es, como dicen por ahí, la definición de la locura. ¿O vamos a esperar a que el agua nos llegue al cuello, literalmente, para reaccionar? Los leo en los comentarios.
Lo que más duele de toda esta vara es escuchar a la gente. Leí el testimonio de un señor, don Gerardo Serrano, y es para que a uno se le encoja el corazón. El mae estaba tranquilo, viendo tele con la familia, cuando el agua se metió sin pedir permiso y le llegó al metro de altura. ¡Un metro! Imagínense la impotencia de ver la refri, el sillón, los chunches por los que uno se ha roto el lomo en el brete, simplemente irse flotando como si nada. Como él mismo dijo: "Las neveras, todo eso se los llevó". Diay, ¡qué sal! Perder todo así, en cuestión de minutos, por un río que se taqueó. Es una de esas situaciones que te dejan frío, pensando en lo frágil que es todo.
Y aquí es donde la historia se pone todavía más densa, porque este no fue un simple desastre natural impredecible. No, señor. Hablemos del elefante en la sala, o mejor dicho, del colchón viejo y las bolsas de basura en el caño. Un cruzrojista que andaba en la emergencia, Carlos Valverde, lo dijo clarito: la mayoría del problema son los desechos que la gente tira, que generan taponamientos y desencadenan estas emergencias. O sea, en buen tico: nosotros mismos nos jalamos la torta. Es el cuento de nunca acabar. Tiramos basura a la calle, al río, y luego nos sorprendemos cuando el agua busca salida y se nos mete hasta en la sopa. ¡Qué nivel de autoboicot!
Por supuesto, en medio del caos siempre hay gente que se la juega. Los Bomberos y la Cruz Roja llegaron a ponerle el pecho a las balas de agua. Roger Abarca, uno de los bomberos, contó que había casas donde el agua apenas llegó a los 60 centímetros, mientras que en otras pasó de lado a lado llevándose todo. Tuvieron que evacuar a seis familias de una vez porque el riesgo era demasiado. Y ni qué decir de la gente de la Cruz Roja, atendiendo a vecinos con crisis de ansiedad, incluyendo a un chiquito que estaba aterrado. Porque el agua se va, pero el susto y el trauma se quedan por un buen rato.
Al final del día, mientras las autoridades siguen limpiando el desastre, la pregunta del millón queda flotando en el aire con olor a barro. Ya sabemos la dinámica: llueve, se inunda, nos quejamos, limpiamos y esperamos al siguiente aguacero para repetir el ciclo. Es agotador. Más allá de echarle la culpa a la Muni por no limpiar o a San Pedro por el baldazo, ¿qué nos toca hacer a nosotros para que esta vara no se repita cada bendito invierno? Porque seguir tirando el chunche al río y esperar un resultado diferente es, como dicen por ahí, la definición de la locura. ¿O vamos a esperar a que el agua nos llegue al cuello, literalmente, para reaccionar? Los leo en los comentarios.
