“La afición de Pumas es la mejor del país, es la única que apoya a su equipo en las buenas y en las malas. Los jugadores no están a la altura de la nobleza de sus fanáticos. Ya soñarían otros clubes con tener ese apoyo incondicional”. Quienes tienen el corazón azul y la piel dorada seguro asintieron al leer estas palabras. Al fin y al cabo, saben que son la mejor afición del país…
Pero hagamos un experimento. Sustituyamos “Pumas” por “Tigres”, o “León", o “Monterrey”, incluso “América” o “Atlas”. Entonces serán otros los que estarán de acuerdo con el párrafo anterior, porque saben, están convencidos, que son ellos los que más pasión tienen por su escuadra, quienes se dejan la piel en cada partido alentando y gritando. Para quienes sus colores representan un verdadero sentimiento, no como lo que sucede con los villamelones de los otros equipos.
Probablemente ya se dieron cuenta hacia dónde voy en este texto. Pese a que nos gustaría que fuera distinto, no hay realmente nada único ni especial en irle a un equipo de futbol determinado. De hecho, ni siquiera es que lo escojamos nosotros por motivos ideológicos o sentimentales, nuestros colores nos suelen venir de herencia, porque nuestros padres, antes que nosotros, aprendieron a hacerse seguidores de esos clubes, y como crecimos queriendo imitarlos, nos pusimos la misma camiseta y gritamos los mismos gritos.
De hecho, si lo piensan, por lo menos en México, no hay mayor diferencia entre quienes componen a las aficiones de una escuadra o de otra. En los viejos tiempos, el Atlante era el equipo del pueblo, el España y el Asturias los de la colonia ibérica, el América el de los ricos, más tarde Pumas con los estudiantes… Pero actualmente, y con las evidentes diferencias regionales, cualquiera puede irle a cualquier club, desde el mendigo en la calle hasta el empresario más adinerado, desde el panista más recalcitrante hasta el máximo admirador del Peje. De hecho, en algunos casos, lo único que ensambla a algunos de los elementos de nuestra tan polarizada sociedad actual es una camiseta y un escudo.
Entenderlo es al mismo tiempo desmoralizante y alentador. A todos nos encanta ser únicos, y formar parte de algo especial. Nada mejor que pensar que tenemos una mística propia, que nos separa del resto. Darse cuenta de que no es así, nos hace perder un poco ese sentido de pertenencia que buscamos al hacernos seguidores de un equipo de futbol. A final de cuentas, si nuestros padres hubieran sido americanistas en lugar de celestes (por decir algo) estaríamos del otro lado de la tribuna.
Pero también nos quita un peso de los hombros. ¿Vale la pena pelearse por algo que, en la práctica, no nos define? ¿Tiene sentido deprimirse por el resultado de once desconocidos que podrían ser los once desconocidos de enfrente? Porque además, claro, no es que los jugadores que dieron todo por los colores sean muy distintos a nosotros, ellos también llegaron al club en circunstancias determinadas, bien podrían haberse puesto otra camiseta y haberla sudado hasta desintegrarla.
No quiero decir con esto que no valga la pena apoyar a un equipo. Al contrario, es muy divertido, nos da identidad y nos permite relacionarnos con otras personas. Pero sí siento que es más sano tomarse las cosas con un poco más de distancia. Saltar y cantar por uno mismo, porque es algo que nos emociona, y no tanto por el equipo. Disfrutar las victorias, pero no llorar con las derrotas. Y jamás pelearse por unos colores, ¡qué ridiculez! Ni que nos fuera la vida en ello.
Y además, nos permite disfrutar el futbol más allá de nuestro escudo. Yo le voy a los Pumas, pero si Raúl Jiménez mete un gol increíble de chilena lo voy a aplaudir (aunque no si es en CU, obvio, hay límites), o si se va a Europa y triunfa, no le quitaré méritos por la camiseta que vistió en el pasado. El futbol es un gran espectáculo y limitarlo por nuestras propias fobias me parece un desperdicio.
Por supuesto, entiendo que mucha gente no pensará así, y lo respeto. Pero eso no me quitará la certeza de que no son nuestros colores lo que nos hace especiales, ni formar parte de la “mejor afición de México” (cualquiera que ésta sea), sino lo que nosotros queramos hacer con nuestra afición en general.
P.D. Yo sé que, tras meses de insistir en que Vela debía volver a la selección, algunos esperaban que mi columna fuera sobre su más que probable convocatoria, pero creo que ya he dicho demasiado sobre el tema, así que decidí hacerla sobre algo distinto. Eso no quita, por supuesto, que considere su regreso –y el de Ochoa- una gran noticia. Necesitamos a los mejores y, por fin, parece que ahí estarán.
Pero hagamos un experimento. Sustituyamos “Pumas” por “Tigres”, o “León", o “Monterrey”, incluso “América” o “Atlas”. Entonces serán otros los que estarán de acuerdo con el párrafo anterior, porque saben, están convencidos, que son ellos los que más pasión tienen por su escuadra, quienes se dejan la piel en cada partido alentando y gritando. Para quienes sus colores representan un verdadero sentimiento, no como lo que sucede con los villamelones de los otros equipos.
Probablemente ya se dieron cuenta hacia dónde voy en este texto. Pese a que nos gustaría que fuera distinto, no hay realmente nada único ni especial en irle a un equipo de futbol determinado. De hecho, ni siquiera es que lo escojamos nosotros por motivos ideológicos o sentimentales, nuestros colores nos suelen venir de herencia, porque nuestros padres, antes que nosotros, aprendieron a hacerse seguidores de esos clubes, y como crecimos queriendo imitarlos, nos pusimos la misma camiseta y gritamos los mismos gritos.
De hecho, si lo piensan, por lo menos en México, no hay mayor diferencia entre quienes componen a las aficiones de una escuadra o de otra. En los viejos tiempos, el Atlante era el equipo del pueblo, el España y el Asturias los de la colonia ibérica, el América el de los ricos, más tarde Pumas con los estudiantes… Pero actualmente, y con las evidentes diferencias regionales, cualquiera puede irle a cualquier club, desde el mendigo en la calle hasta el empresario más adinerado, desde el panista más recalcitrante hasta el máximo admirador del Peje. De hecho, en algunos casos, lo único que ensambla a algunos de los elementos de nuestra tan polarizada sociedad actual es una camiseta y un escudo.
Entenderlo es al mismo tiempo desmoralizante y alentador. A todos nos encanta ser únicos, y formar parte de algo especial. Nada mejor que pensar que tenemos una mística propia, que nos separa del resto. Darse cuenta de que no es así, nos hace perder un poco ese sentido de pertenencia que buscamos al hacernos seguidores de un equipo de futbol. A final de cuentas, si nuestros padres hubieran sido americanistas en lugar de celestes (por decir algo) estaríamos del otro lado de la tribuna.
Pero también nos quita un peso de los hombros. ¿Vale la pena pelearse por algo que, en la práctica, no nos define? ¿Tiene sentido deprimirse por el resultado de once desconocidos que podrían ser los once desconocidos de enfrente? Porque además, claro, no es que los jugadores que dieron todo por los colores sean muy distintos a nosotros, ellos también llegaron al club en circunstancias determinadas, bien podrían haberse puesto otra camiseta y haberla sudado hasta desintegrarla.
No quiero decir con esto que no valga la pena apoyar a un equipo. Al contrario, es muy divertido, nos da identidad y nos permite relacionarnos con otras personas. Pero sí siento que es más sano tomarse las cosas con un poco más de distancia. Saltar y cantar por uno mismo, porque es algo que nos emociona, y no tanto por el equipo. Disfrutar las victorias, pero no llorar con las derrotas. Y jamás pelearse por unos colores, ¡qué ridiculez! Ni que nos fuera la vida en ello.
Y además, nos permite disfrutar el futbol más allá de nuestro escudo. Yo le voy a los Pumas, pero si Raúl Jiménez mete un gol increíble de chilena lo voy a aplaudir (aunque no si es en CU, obvio, hay límites), o si se va a Europa y triunfa, no le quitaré méritos por la camiseta que vistió en el pasado. El futbol es un gran espectáculo y limitarlo por nuestras propias fobias me parece un desperdicio.
Por supuesto, entiendo que mucha gente no pensará así, y lo respeto. Pero eso no me quitará la certeza de que no son nuestros colores lo que nos hace especiales, ni formar parte de la “mejor afición de México” (cualquiera que ésta sea), sino lo que nosotros queramos hacer con nuestra afición en general.
P.D. Yo sé que, tras meses de insistir en que Vela debía volver a la selección, algunos esperaban que mi columna fuera sobre su más que probable convocatoria, pero creo que ya he dicho demasiado sobre el tema, así que decidí hacerla sobre algo distinto. Eso no quita, por supuesto, que considere su regreso –y el de Ochoa- una gran noticia. Necesitamos a los mejores y, por fin, parece que ahí estarán.