Maes, a veces uno se topa con historias que simplemente no tienen jupa ni rabo. De esas que lo dejan a uno pensando en la noche, viendo para el techo y preguntándose qué carajos pasó. Hoy les traigo una de esas, una que lleva casi un siglo sin respuesta y que, honestamente, parece sacada de una película de terror y ciencia ficción. Pónganse cómodos, porque vamos a hablar del día en que un pueblo entero se hizo humo en el Ártico canadiense. Una vara que le vuela la jupa a cualquiera.
Imagínense la escena: año 1930, un frío que pela, y un cazador de pieles llamado Joe Labelle va, como todos los años, a visitar a sus compas inuit en un asentamiento a la orilla del lago Angikuni. Un pueblo lleno de vida, con más de mil doscientas almas. Pero ese día, mae, el silencio era total. Ni un chiquito corriendo, ni el olor a leña quemándose, ni siquiera los perros ladrando para saludarlo. Nada. Diay, el mae llegó y se topó con el escenario más raro del mundo: las chozas estaban intactas, los kayaks bien amarrados en la orilla, los rifles guardados en su lugar y hasta la comida servida en las ollas, a medio cocinar. Era como si alguien hubiera presionado "pausa" en la vida de 1200 personas y luego se las hubiera llevado.
Obviamente, Labelle pegó el grito al cielo y llamó a la Policía Montada de Canadá. Cuando los maes llegaron, la cosa se puso todavía más extraña. No había ni una sola huella humana que indicara que la gente se había ido. Ni de botas, ni de trineos, nada. Pero sí encontraron algo que les heló la sangre: los perros de trineo, animales sagrados y vitales para los inuit, estaban muertos de hambre, amarrados a sus postes. Se habían devorado entre ellos. ¡Qué despiche! Para cualquier conocedor de la cultura inuit, esa era la prueba definitiva de que no se fueron por su cuenta. Jamás, bajo ninguna circunstancia, hubieran abandonado a sus perros. Y si creían que la vara no podía empeorar, se equivocan.
El clavo final lo encontraron en el cementerio. Los investigadores, ya con el pelo de punta, fueron a revisar y se toparon con la escena más macabra: todas las tumbas habían sido abiertas. Los cuerpos, desenterrados y desaparecidos. Y no crean que era tarea fácil; los entierros inuit son montículos de piedras pesadísimas. Para mover eso se necesitaba un montón de gente o una fuerza fuera de este mundo. Ahí fue donde la investigación se fue al traste, porque no tenía ningún sentido lógico. ¿Quién profana un cementerio entero y para qué?
Y aquí es donde la historia da el brinco a lo paranormal. Varios cazadores de pueblos cercanos juraron haber visto una luz verde gigante, que no era una aurora boreal, bajando del cielo justo sobre el pueblo días antes de que Labelle llegara. Incluso la policía desempolvó un informe de otro mae que reportó haber visto un "chunche" volador, con forma de cilindro y brillante, sobrevolando la zona en dirección al lago. Entonces, las piezas del rompecabezas, en lugar de encajar, crearon un dibujo aún más loco. ¿Una abducción masiva? Suena a película, pero con tanta evidencia rara, ¿quién puede descartarlo?
Han pasado 95 años y el misterio sigue intacto. Nadie volvió a ver a los 1.200 habitantes del lago Angikuni. No hay cuerpos, no hay pistas, no hay respuestas. Solo una historia que desafía toda explicación. Y ahora les pregunto a ustedes, maes: ¿qué creen que pasó aquí? ¿Fueron ovnis, un fenómeno natural rarísimo o hay una explicación más terrenal que se nos escapa? ¡Qué sal la de ese pueblo, pero qué buena vara para teorizar! Dejen sus ideas, a ver quién se jala la teoría más carga.
Imagínense la escena: año 1930, un frío que pela, y un cazador de pieles llamado Joe Labelle va, como todos los años, a visitar a sus compas inuit en un asentamiento a la orilla del lago Angikuni. Un pueblo lleno de vida, con más de mil doscientas almas. Pero ese día, mae, el silencio era total. Ni un chiquito corriendo, ni el olor a leña quemándose, ni siquiera los perros ladrando para saludarlo. Nada. Diay, el mae llegó y se topó con el escenario más raro del mundo: las chozas estaban intactas, los kayaks bien amarrados en la orilla, los rifles guardados en su lugar y hasta la comida servida en las ollas, a medio cocinar. Era como si alguien hubiera presionado "pausa" en la vida de 1200 personas y luego se las hubiera llevado.
Obviamente, Labelle pegó el grito al cielo y llamó a la Policía Montada de Canadá. Cuando los maes llegaron, la cosa se puso todavía más extraña. No había ni una sola huella humana que indicara que la gente se había ido. Ni de botas, ni de trineos, nada. Pero sí encontraron algo que les heló la sangre: los perros de trineo, animales sagrados y vitales para los inuit, estaban muertos de hambre, amarrados a sus postes. Se habían devorado entre ellos. ¡Qué despiche! Para cualquier conocedor de la cultura inuit, esa era la prueba definitiva de que no se fueron por su cuenta. Jamás, bajo ninguna circunstancia, hubieran abandonado a sus perros. Y si creían que la vara no podía empeorar, se equivocan.
El clavo final lo encontraron en el cementerio. Los investigadores, ya con el pelo de punta, fueron a revisar y se toparon con la escena más macabra: todas las tumbas habían sido abiertas. Los cuerpos, desenterrados y desaparecidos. Y no crean que era tarea fácil; los entierros inuit son montículos de piedras pesadísimas. Para mover eso se necesitaba un montón de gente o una fuerza fuera de este mundo. Ahí fue donde la investigación se fue al traste, porque no tenía ningún sentido lógico. ¿Quién profana un cementerio entero y para qué?
Y aquí es donde la historia da el brinco a lo paranormal. Varios cazadores de pueblos cercanos juraron haber visto una luz verde gigante, que no era una aurora boreal, bajando del cielo justo sobre el pueblo días antes de que Labelle llegara. Incluso la policía desempolvó un informe de otro mae que reportó haber visto un "chunche" volador, con forma de cilindro y brillante, sobrevolando la zona en dirección al lago. Entonces, las piezas del rompecabezas, en lugar de encajar, crearon un dibujo aún más loco. ¿Una abducción masiva? Suena a película, pero con tanta evidencia rara, ¿quién puede descartarlo?
Han pasado 95 años y el misterio sigue intacto. Nadie volvió a ver a los 1.200 habitantes del lago Angikuni. No hay cuerpos, no hay pistas, no hay respuestas. Solo una historia que desafía toda explicación. Y ahora les pregunto a ustedes, maes: ¿qué creen que pasó aquí? ¿Fueron ovnis, un fenómeno natural rarísimo o hay una explicación más terrenal que se nos escapa? ¡Qué sal la de ese pueblo, pero qué buena vara para teorizar! Dejen sus ideas, a ver quién se jala la teoría más carga.