Maes, hay noticias que uno lee y de entrada piensa: ¡qué despiche! Y esta es una de esas. Imagínense el cuadro: usted vive tranquilo en su choza en un residencial, pero su vecino tiene a cinco o seis pastores alemanes ladrando sin parar, día y noche, metidos en jaulas pequeñas. No es un ratito, no es cuando pasa el cartero. Es un concierto de ladridos 24/7 que, con el tiempo, lo empieza a volver loco. Ahora, súmenle a esa vara que usted tiene un hijo con condiciones de salud sumamente delicadas, incluyendo autismo y epilepsia, para quien ese ruido constante no es una molestia, sino una tortura que le detona crisis. Suena como el inicio de una historia de terror, ¿verdad? Pues esto le pasó a una familia en Altos de Omega, en La Unión.
Lo que me vuela la cabeza no es el pleito entre vecinos, que de esos hay en todo lado. Lo que de verdad es para jalarse del pelo es la odisea burocrática que tuvo que vivir este mae. El tipo, como cualquier ciudadano decente haría, no fue a hacerle un escándalo al vecino. No, él acudió a las instituciones. Tocó la puerta del Ministerio de Salud y la de Senasa. Y aquí es donde la cosa se pone buena, al mejor estilo del laberinto del Minotauro versión tica. El denunciante llega a Senasa y le dicen: "Uhm, sí, qué pena con los perritos, pero viera que la vara del ruido es competencia de Salud". Perfecto, se va para Salud y allá le responden, con una lavada de manos olímpica: "Diay, es que nosotros solo vemos 'ruido artificial', y los ladridos son, pues... naturales". ¡Casi me caigo de la silla! O sea, para nuestras brillantes instituciones, si el ruido viene de un parlante a todo volumen es un problema, pero si viene de la garganta de seis perros viviendo en condiciones cuestionables, es parte de la "banda sonora de la naturaleza" y ¡sálvese quien pueda!
Este peloteo institucional es la definición de una torta. Mientras Senasa y Salud jugaban a la papa caliente con la denuncia, esta familia seguía viviendo un infierno. El papá cuenta que hasta hizo mejoras en la casa para intentar aislar el sonido, pero nada funcionaba. Para colmo de males, a veces los perros se salían y andaban sueltos por el residencial, sin correa ni bozal, generando un riesgo para todos. Un inspector de Salud llegó a ir, constató el escándalo y las condiciones de los animales, y ¿qué hizo? Le mandó un oficio a Senasa. Un papelito más para la montaña de "casos pendientes". Es frustrante ver cómo el sistema está diseñado para que uno se canse, para que tire la toalla y simplemente se aguante.
Por dicha, este señor no se rindió. Cuando ya vio que por la vía regular la cosa se había ido al traste, hizo lo que cualquier tico en su situación debería considerar: le metió un recurso de amparo a las dos instituciones. Y, ¡sorpresa!, la Sala IV sí le puso atención. Los magistrados analizaron la vara y le dieron la razón (parcialmente). Le ordenaron a Senasa, y solo a Senasa, que se dejara de cuentos y que en un plazo de dos meses tiene que resolver la denuncia. ¡Dos meses improrrogables! Además, le dijeron al Ministerio de Salud que tiene que ayudarle a Senasa en lo que necesite. Lo mejor de todo es que condenaron al Estado al pago de costas, daños y perjuicios. En otras palabras, la inoperancia de sus funcionarios le va a costar plata a todos nosotros, como siempre.
Al final, esta historia es una victoria agridulce. Es tuanis que la Sala IV pusiera orden en la pulpería, pero es increíblemente triste que un ciudadano tenga que llegar hasta la máxima instancia judicial del país para que atiendan un problema que parece de puro sentido común. Esto no es solo sobre unos perros, es sobre un sistema que a menudo le da la espalda a la gente. Pero en serio, maes, ¿cuántos otros casos así habrá donde la gente se rinde mucho antes de llegar a la Sala IV? ¿Les ha pasado algo parecido, donde una institución pública los manda a volar y la de al lado también? Cuenten sus historias de terror burocrático, porque fijo hay para escribir un libro.
Lo que me vuela la cabeza no es el pleito entre vecinos, que de esos hay en todo lado. Lo que de verdad es para jalarse del pelo es la odisea burocrática que tuvo que vivir este mae. El tipo, como cualquier ciudadano decente haría, no fue a hacerle un escándalo al vecino. No, él acudió a las instituciones. Tocó la puerta del Ministerio de Salud y la de Senasa. Y aquí es donde la cosa se pone buena, al mejor estilo del laberinto del Minotauro versión tica. El denunciante llega a Senasa y le dicen: "Uhm, sí, qué pena con los perritos, pero viera que la vara del ruido es competencia de Salud". Perfecto, se va para Salud y allá le responden, con una lavada de manos olímpica: "Diay, es que nosotros solo vemos 'ruido artificial', y los ladridos son, pues... naturales". ¡Casi me caigo de la silla! O sea, para nuestras brillantes instituciones, si el ruido viene de un parlante a todo volumen es un problema, pero si viene de la garganta de seis perros viviendo en condiciones cuestionables, es parte de la "banda sonora de la naturaleza" y ¡sálvese quien pueda!
Este peloteo institucional es la definición de una torta. Mientras Senasa y Salud jugaban a la papa caliente con la denuncia, esta familia seguía viviendo un infierno. El papá cuenta que hasta hizo mejoras en la casa para intentar aislar el sonido, pero nada funcionaba. Para colmo de males, a veces los perros se salían y andaban sueltos por el residencial, sin correa ni bozal, generando un riesgo para todos. Un inspector de Salud llegó a ir, constató el escándalo y las condiciones de los animales, y ¿qué hizo? Le mandó un oficio a Senasa. Un papelito más para la montaña de "casos pendientes". Es frustrante ver cómo el sistema está diseñado para que uno se canse, para que tire la toalla y simplemente se aguante.
Por dicha, este señor no se rindió. Cuando ya vio que por la vía regular la cosa se había ido al traste, hizo lo que cualquier tico en su situación debería considerar: le metió un recurso de amparo a las dos instituciones. Y, ¡sorpresa!, la Sala IV sí le puso atención. Los magistrados analizaron la vara y le dieron la razón (parcialmente). Le ordenaron a Senasa, y solo a Senasa, que se dejara de cuentos y que en un plazo de dos meses tiene que resolver la denuncia. ¡Dos meses improrrogables! Además, le dijeron al Ministerio de Salud que tiene que ayudarle a Senasa en lo que necesite. Lo mejor de todo es que condenaron al Estado al pago de costas, daños y perjuicios. En otras palabras, la inoperancia de sus funcionarios le va a costar plata a todos nosotros, como siempre.
Al final, esta historia es una victoria agridulce. Es tuanis que la Sala IV pusiera orden en la pulpería, pero es increíblemente triste que un ciudadano tenga que llegar hasta la máxima instancia judicial del país para que atiendan un problema que parece de puro sentido común. Esto no es solo sobre unos perros, es sobre un sistema que a menudo le da la espalda a la gente. Pero en serio, maes, ¿cuántos otros casos así habrá donde la gente se rinde mucho antes de llegar a la Sala IV? ¿Les ha pasado algo parecido, donde una institución pública los manda a volar y la de al lado también? Cuenten sus historias de terror burocrático, porque fijo hay para escribir un libro.