Maes, a veces uno lee las noticias y se pregunta si está viendo el noticiero o el capítulo final de una novela turca con un guion escrito a última hora. El caso de Johnny Araya, Celso Gamboa y Berenice Smith por supuesto tráfico de influencias acaba de darnos un giro de trama que ni el mejor escritor de Netflix se hubiera imaginado. La vara es que no solo la Fiscalía está pidiendo que los absuelvan a todos, sino que la defensa de Araya, con una audacia de campeonato, está pidiendo que seamos nosotros, el Estado, o sea, usted y yo, los que le paguemos los gastos del juicio. ¡Qué torta!
Vamos por partes, para entender el despiche. Después de años de proceso, de gastar un platal en recursos y tiempo, la Fiscalía Adjunta de Probidad, Transparencia y Anticorrupción (FAPTA) sale a decir, con toda la calma del mundo, que siempre no. Que la acusación original, esa que montaron otros fiscales hace años, estaba tan mal hecha que no hay por dónde agarrarla. En buen tico: se jalaron una torta monumental en la formulación del caso y ahora, con la prueba en la mesa, se dieron cuenta de que no tienen cómo sostenerlo. El resultado es que todo el brete de años podría irse al traste por un error de base. Mientras tanto, la Procuraduría, el abogado del Estado, está en la esquina opuesta, insistiendo en que sí hubo delito y pidiendo cárcel y el pago de ₡12 melones por "daño social".
Y aquí es donde la vara se pone buena, casi cómica. Entra en escena la defensa de Araya y, en lugar de simplemente celebrar la solicitud de la Fiscalía, decide ir por más. El abogado Alfonso Ruiz básicamente le dijo al Tribunal: "Miren, no solo mi cliente es inocente porque ustedes mismos (la Fiscalía) lo dicen, sino que esta acusación sin pies ni cabeza nos hizo gastar plata. Así que, por favor, no solo rechacen la indemnización que pide la Procuraduría, sino que condenen al Estado a pagarnos las costas". ¡Tomen! Es el equivalente legal de "no solo no le debo, sino que me debe y me paga el lunes". Si los jueces le dan la razón, el país tendría que pagarle a Araya unos ₡2 millones. Simbólico, si quieren, pero el mensaje es potentísimo.
Para los que no se acuerdan del despiche original, la acusación era grave. Se alegaba que durante la campaña electoral de 2016, Araya, con la ayuda del entonces subjefe del Ministerio Público Celso Gamboa y la fiscal Berenice Smith, movió fichas para que su nombre desapareciera de una causa penal por presunto enriquecimiento ilícito. El objetivo era claro: llegar a las elecciones sin esa mancha en el expediente. La Fiscalía de aquel entonces incluso detalló cómo se habría presionado a otra fiscal y cómo un oficio "mágico" terminó en el WhatsApp de una periodista de La Nación para asegurar que el nombre de Araya no saliera en un reportaje sobre candidatos con causas pendientes. Era una trama de poder e influencias en toda regla.
Pero ahora, años después, la nueva jefatura de la FAPTA nos dice que todo se basó en una acusación "poco clara" y sin "elementos de prueba suficientes". Diay, más allá de si Johnny es culpable o inocente —que eso lo decidirá el Tribunal—, el verdadero imputado aquí parece ser nuestro sistema judicial. ¿Cuántos recursos se quemaron en un caso que, según el propio Ministerio Público, nació herido de muerte? La imagen que queda es la de una justicia que se enreda en sus propios procedimientos, que tarda una eternidad para llegar a la conclusión de que el punto de partida estaba mal. Es una bofetada a la confianza ciudadana y un festín para los que creen que en este país nunca pasa nada.
Maes, la pregunta del millón es: ¿quién paga por esta torta? ¿Es justo que después de años de proceso y plata gastada, todo termine en un "error técnico"? ¿O es una muestra de que el sistema, aunque lento y torpe, al final sí exige pruebas contundentes y no se va en puras especulaciones? ¿Qué opinan ustedes?
Vamos por partes, para entender el despiche. Después de años de proceso, de gastar un platal en recursos y tiempo, la Fiscalía Adjunta de Probidad, Transparencia y Anticorrupción (FAPTA) sale a decir, con toda la calma del mundo, que siempre no. Que la acusación original, esa que montaron otros fiscales hace años, estaba tan mal hecha que no hay por dónde agarrarla. En buen tico: se jalaron una torta monumental en la formulación del caso y ahora, con la prueba en la mesa, se dieron cuenta de que no tienen cómo sostenerlo. El resultado es que todo el brete de años podría irse al traste por un error de base. Mientras tanto, la Procuraduría, el abogado del Estado, está en la esquina opuesta, insistiendo en que sí hubo delito y pidiendo cárcel y el pago de ₡12 melones por "daño social".
Y aquí es donde la vara se pone buena, casi cómica. Entra en escena la defensa de Araya y, en lugar de simplemente celebrar la solicitud de la Fiscalía, decide ir por más. El abogado Alfonso Ruiz básicamente le dijo al Tribunal: "Miren, no solo mi cliente es inocente porque ustedes mismos (la Fiscalía) lo dicen, sino que esta acusación sin pies ni cabeza nos hizo gastar plata. Así que, por favor, no solo rechacen la indemnización que pide la Procuraduría, sino que condenen al Estado a pagarnos las costas". ¡Tomen! Es el equivalente legal de "no solo no le debo, sino que me debe y me paga el lunes". Si los jueces le dan la razón, el país tendría que pagarle a Araya unos ₡2 millones. Simbólico, si quieren, pero el mensaje es potentísimo.
Para los que no se acuerdan del despiche original, la acusación era grave. Se alegaba que durante la campaña electoral de 2016, Araya, con la ayuda del entonces subjefe del Ministerio Público Celso Gamboa y la fiscal Berenice Smith, movió fichas para que su nombre desapareciera de una causa penal por presunto enriquecimiento ilícito. El objetivo era claro: llegar a las elecciones sin esa mancha en el expediente. La Fiscalía de aquel entonces incluso detalló cómo se habría presionado a otra fiscal y cómo un oficio "mágico" terminó en el WhatsApp de una periodista de La Nación para asegurar que el nombre de Araya no saliera en un reportaje sobre candidatos con causas pendientes. Era una trama de poder e influencias en toda regla.
Pero ahora, años después, la nueva jefatura de la FAPTA nos dice que todo se basó en una acusación "poco clara" y sin "elementos de prueba suficientes". Diay, más allá de si Johnny es culpable o inocente —que eso lo decidirá el Tribunal—, el verdadero imputado aquí parece ser nuestro sistema judicial. ¿Cuántos recursos se quemaron en un caso que, según el propio Ministerio Público, nació herido de muerte? La imagen que queda es la de una justicia que se enreda en sus propios procedimientos, que tarda una eternidad para llegar a la conclusión de que el punto de partida estaba mal. Es una bofetada a la confianza ciudadana y un festín para los que creen que en este país nunca pasa nada.
Maes, la pregunta del millón es: ¿quién paga por esta torta? ¿Es justo que después de años de proceso y plata gastada, todo termine en un "error técnico"? ¿O es una muestra de que el sistema, aunque lento y torpe, al final sí exige pruebas contundentes y no se va en puras especulaciones? ¿Qué opinan ustedes?