Diay, maes, uno esperaría que la víspera de la Independencia sea pura fiesta, civismo y faroles hechos con cajas de leche, ¿verdad? Pues parece que en Cartago a una parte de la gente se le olvidó el memo. Lo que debía ser el inicio de una celebración patria en la Plaza Mayor terminó pareciéndose más a una barra brava después de un clásico, pero sin la emoción de un gol. La noticia es que un grupo de seguidores del presidente Chaves se fue de jupa contra unos estudiantes y agricultores que, de forma pacífica, se manifestaban por sus broncas con el gobierno. La vara terminó en un choque de trenes que nadie vio venir, o que quizás, ya todos deberíamos esperar.
Vamos al grano. Un grupo de cartagos, con toda la razón del mundo o no (eso es otro debate), convocó a una protesta para hacerse sentir. Los temas eran clarísimos: la novela del nuevo hospital de Cartago, que parece tener más temporadas que La Rosa de Guadalupe, y el supuesto abandono a un sector de los agricultores. Hasta ahí, todo bien. La gente se juntó, alistó sus carteles y se preparó para ejercer su derecho al berrinche. Pero, ¡oh, sorpresa! Apenas empezaron, les cayó encima un grupo de simpatizantes del gobierno con la mecha cortísima. De un momento a otro, la plaza se convirtió en un campo de batalla de gritos. Frases como “¡Fuera comunistas!” eran el pan de cada día, junto con otras lindezas que mejor ni repito. Se armó el despiche, y la Fuerza Pública tuvo que llegar a poner orden y a recordarle a la gente que estábamos a un día de celebrar la paz y la democracia.
Mae, y aquí es donde la vara se pone color de hormiga, porque esto ya no es un caso aislado. Se está volviendo una costumbre peligrosísima en el país. Parece que hemos llegado a un punto de no retorno en la polarización, donde si no estás con un bando, automáticamente eres el enemigo y mereces que te silencien a gritos. Ya no existe el matiz, el “diay, no estoy de acuerdo con usted pero lo respeto”. Ahora es un partido de fútbol eterno donde cada quien defiende su camiseta a muerte, y el que piensa diferente es un vendido, un vago o un comunista. Y el problema es que este clima de hostilidad no ayuda en nada. El brete de sacar adelante al país se complica el triple cuando la gente ni siquiera puede tener una conversación sin querer agarrarse del pelo.
Lo más irónico de todo es el escenario. ¡En Cartago! La víspera del 14 de septiembre, con la Antorcha a punto de llegar, un símbolo que supuestamente representa la luz de la libertad que recorre Centroamérica. Francamente, ¡qué torta! Que justo en la celebración de nuestra independencia como nación, lo que más brille sea la intolerancia y la incapacidad de convivir. La llama de la antorcha debería inspirar unidad, no servir de fondo para un pleito que solo demuestra lo fracturados que estamos. Es como celebrar un cumpleaños en medio de un divorcio; la música suena, pero la tensión se puede cortar con un cuchillo. La lluvia que cayó después hasta pareció un intento del cielo por apagar los ánimos caldeados.
Al final, los policías calmaron la situación, la antorcha llegó y el acto cívico continuó, pero queda un sinsabor amargo. Ese encontronazo es un síntoma de una fiebre que tiene el país. Una fiebre de división que, si no le bajamos la temperatura, nos puede salir carísima. La democracia no es solo ir a votar cada cuatro años; es, sobre todo, la capacidad de aguantar y respetar al que no piensa como uno, incluso cuando nos cae mal o creemos que está completamente equivocado. Y esa materia, a como se vio en Cartago, la estamos perdiendo por goleada.
Así que les dejo la pregunta para que el foro arda, pero con argumentos: Más allá de quién tiene la razón en la vara del hospital o de la agricultura... ¿En qué momento se nos fue al traste la capacidad de escucharnos? ¿Es esta la nueva normalidad o todavía hay chance de recordar cómo se dialoga sin insultarse? ¿O es que el respeto ya se volvió un chunche de museo?
Vamos al grano. Un grupo de cartagos, con toda la razón del mundo o no (eso es otro debate), convocó a una protesta para hacerse sentir. Los temas eran clarísimos: la novela del nuevo hospital de Cartago, que parece tener más temporadas que La Rosa de Guadalupe, y el supuesto abandono a un sector de los agricultores. Hasta ahí, todo bien. La gente se juntó, alistó sus carteles y se preparó para ejercer su derecho al berrinche. Pero, ¡oh, sorpresa! Apenas empezaron, les cayó encima un grupo de simpatizantes del gobierno con la mecha cortísima. De un momento a otro, la plaza se convirtió en un campo de batalla de gritos. Frases como “¡Fuera comunistas!” eran el pan de cada día, junto con otras lindezas que mejor ni repito. Se armó el despiche, y la Fuerza Pública tuvo que llegar a poner orden y a recordarle a la gente que estábamos a un día de celebrar la paz y la democracia.
Mae, y aquí es donde la vara se pone color de hormiga, porque esto ya no es un caso aislado. Se está volviendo una costumbre peligrosísima en el país. Parece que hemos llegado a un punto de no retorno en la polarización, donde si no estás con un bando, automáticamente eres el enemigo y mereces que te silencien a gritos. Ya no existe el matiz, el “diay, no estoy de acuerdo con usted pero lo respeto”. Ahora es un partido de fútbol eterno donde cada quien defiende su camiseta a muerte, y el que piensa diferente es un vendido, un vago o un comunista. Y el problema es que este clima de hostilidad no ayuda en nada. El brete de sacar adelante al país se complica el triple cuando la gente ni siquiera puede tener una conversación sin querer agarrarse del pelo.
Lo más irónico de todo es el escenario. ¡En Cartago! La víspera del 14 de septiembre, con la Antorcha a punto de llegar, un símbolo que supuestamente representa la luz de la libertad que recorre Centroamérica. Francamente, ¡qué torta! Que justo en la celebración de nuestra independencia como nación, lo que más brille sea la intolerancia y la incapacidad de convivir. La llama de la antorcha debería inspirar unidad, no servir de fondo para un pleito que solo demuestra lo fracturados que estamos. Es como celebrar un cumpleaños en medio de un divorcio; la música suena, pero la tensión se puede cortar con un cuchillo. La lluvia que cayó después hasta pareció un intento del cielo por apagar los ánimos caldeados.
Al final, los policías calmaron la situación, la antorcha llegó y el acto cívico continuó, pero queda un sinsabor amargo. Ese encontronazo es un síntoma de una fiebre que tiene el país. Una fiebre de división que, si no le bajamos la temperatura, nos puede salir carísima. La democracia no es solo ir a votar cada cuatro años; es, sobre todo, la capacidad de aguantar y respetar al que no piensa como uno, incluso cuando nos cae mal o creemos que está completamente equivocado. Y esa materia, a como se vio en Cartago, la estamos perdiendo por goleada.
Así que les dejo la pregunta para que el foro arda, pero con argumentos: Más allá de quién tiene la razón en la vara del hospital o de la agricultura... ¿En qué momento se nos fue al traste la capacidad de escucharnos? ¿Es esta la nueva normalidad o todavía hay chance de recordar cómo se dialoga sin insultarse? ¿O es que el respeto ya se volvió un chunche de museo?