Mae, pongámonos en los zapatos de esta gente por un segundo. Imagínese que su brete es meterse en el corazón de los barrios más complicados del país, a tratar de desenredar nudos familiares que nadie más quiere tocar. Usted es la cara del PANI, para bien o para mal. Su herramienta de trabajo es un carro con logos del gobierno y su misión es, en teoría, proteger a los más vulnerables. Ahora imagínese que, en medio de esa misión, su “oficina” móvil se convierte en un colador por cuatro balazos y la respuesta de sus jefes es un silencio que casi grita indiferencia. Bueno, deje de imaginarlo, porque esa es la cruda realidad que están viviendo los funcionarios que andan en la calle.
El relato de Erlan Ramírez, chofer del PANI, pone los pelos de punta. La vara es que el mae estaba en Purral, en una zona que apodan “El Matadero” —con ese nombre, ya uno se hace una idea—, acompañando a una psicóloga a una visita de rutina. Cuestión de 15 minutos y empieza una balacera. Erlan cuenta que al tercer o cuarto plomazo sintió el golpe seco en la lata del carro y supo que el asunto era con él. Reaccionó como pudo: arrancó el chunche y se alejó para ponerse a salvo, con la angustia de que su compañera seguía atrapada en la casa. Llamó al 9-1-1 y tuvo que esperar a que llegara la Fuerza Pública para poder volver por ella. Diay, ¡qué despiche!, ¿no? El carro terminó con cuatro impactos, pero la verdadera procesión, la del trauma y la ansiedad, va por dentro.
Y aquí es donde la historia se pone todavía más agria. Lo más salado de toda esta vara no son solo los balazos, sino lo que vino después: el silencio. Erlan, incapacitado por una crisis nerviosa, afirma que ni un alma de la alta gerencia del PANI se dignó a llamarlo para ver cómo estaba. Cero. Nada. Y si creen que fue un caso aislado, se equivocan. Dos días después, otro chofer, José Carlos Rojas, fue rodeado y amenazado con puñales y varillas en Sagrada Familia mientras intentaba retirar a unos menores. Otro susto de muerte, otra señal de que el uniforme del PANI se está convirtiendo, peligrosamente, en un blanco móvil.
Como era de esperarse, el sindicato (SEPI) pegó el grito en el cielo. Ya se cansaron de advertirle a la administración sobre los riesgos. Le mandaron un oficio a la presidenta ejecutiva que, en buen tico, se traduce así: “Mae, despierten, se los venimos diciendo desde hace rato”. Exigen cosas que suenan a puro sentido común: un mapa de las zonas más calientes para saber a qué se enfrentan, equipos de comunicación y autoprotección (¿un chaleco antibalas sería mucho pedir?), y un protocolo claro para que, cuando un funcionario casi se muere en el brete, no tenga que rogar por atención psicológica o por tiempo para ir a poner la denuncia al OIJ. Lo más increíble es que ya existe un lineamiento del 2018 para esto, pero en el PANI parece que lo usan para calzar una mesa coja. La administración se está jalando una torta monumental al ignorar sus propias reglas y, peor aún, la seguridad de su gente.
Y la respuesta oficial del PANI, cuando por fin soltaron prenda, es para enmarcarla en el salón de la infamia burocrática. Sobre el caso de los balazos, dijeron que “el personal está bien” y que ya coordinan con Fuerza Pública. Una frase que suena más a control de daños que a preocupación genuina. ¿Y sobre el segundo caso, el de las amenazas con puñales? Ah no, ese es un “supuesto incidente” porque “no se ha hecho de conocimiento formal”. O sea, si no llenaste el formulario XJ-23 en triplicado, para ellos simplemente no pasó. El verdadero peligro aquí no son solo las balas o los cuchillos; es la indolencia de un sistema que manda a su gente a la primera línea sin escudo y que, cuando caen, mira para otro lado.
Más allá de la bronca obvia, ¿qué dice esto de nosotros como sociedad? ¿Nos hemos acostumbrado tanto a la violencia que ya ni nos inmuta que la gente que intenta ayudar termine en la línea de fuego? Los leo.
El relato de Erlan Ramírez, chofer del PANI, pone los pelos de punta. La vara es que el mae estaba en Purral, en una zona que apodan “El Matadero” —con ese nombre, ya uno se hace una idea—, acompañando a una psicóloga a una visita de rutina. Cuestión de 15 minutos y empieza una balacera. Erlan cuenta que al tercer o cuarto plomazo sintió el golpe seco en la lata del carro y supo que el asunto era con él. Reaccionó como pudo: arrancó el chunche y se alejó para ponerse a salvo, con la angustia de que su compañera seguía atrapada en la casa. Llamó al 9-1-1 y tuvo que esperar a que llegara la Fuerza Pública para poder volver por ella. Diay, ¡qué despiche!, ¿no? El carro terminó con cuatro impactos, pero la verdadera procesión, la del trauma y la ansiedad, va por dentro.
Y aquí es donde la historia se pone todavía más agria. Lo más salado de toda esta vara no son solo los balazos, sino lo que vino después: el silencio. Erlan, incapacitado por una crisis nerviosa, afirma que ni un alma de la alta gerencia del PANI se dignó a llamarlo para ver cómo estaba. Cero. Nada. Y si creen que fue un caso aislado, se equivocan. Dos días después, otro chofer, José Carlos Rojas, fue rodeado y amenazado con puñales y varillas en Sagrada Familia mientras intentaba retirar a unos menores. Otro susto de muerte, otra señal de que el uniforme del PANI se está convirtiendo, peligrosamente, en un blanco móvil.
Como era de esperarse, el sindicato (SEPI) pegó el grito en el cielo. Ya se cansaron de advertirle a la administración sobre los riesgos. Le mandaron un oficio a la presidenta ejecutiva que, en buen tico, se traduce así: “Mae, despierten, se los venimos diciendo desde hace rato”. Exigen cosas que suenan a puro sentido común: un mapa de las zonas más calientes para saber a qué se enfrentan, equipos de comunicación y autoprotección (¿un chaleco antibalas sería mucho pedir?), y un protocolo claro para que, cuando un funcionario casi se muere en el brete, no tenga que rogar por atención psicológica o por tiempo para ir a poner la denuncia al OIJ. Lo más increíble es que ya existe un lineamiento del 2018 para esto, pero en el PANI parece que lo usan para calzar una mesa coja. La administración se está jalando una torta monumental al ignorar sus propias reglas y, peor aún, la seguridad de su gente.
Y la respuesta oficial del PANI, cuando por fin soltaron prenda, es para enmarcarla en el salón de la infamia burocrática. Sobre el caso de los balazos, dijeron que “el personal está bien” y que ya coordinan con Fuerza Pública. Una frase que suena más a control de daños que a preocupación genuina. ¿Y sobre el segundo caso, el de las amenazas con puñales? Ah no, ese es un “supuesto incidente” porque “no se ha hecho de conocimiento formal”. O sea, si no llenaste el formulario XJ-23 en triplicado, para ellos simplemente no pasó. El verdadero peligro aquí no son solo las balas o los cuchillos; es la indolencia de un sistema que manda a su gente a la primera línea sin escudo y que, cuando caen, mira para otro lado.
Más allá de la bronca obvia, ¿qué dice esto de nosotros como sociedad? ¿Nos hemos acostumbrado tanto a la violencia que ya ni nos inmuta que la gente que intenta ayudar termine en la línea de fuego? Los leo.