Diay maes, a veces uno siente que la cosa está dura, ¿verdad? Que la plata no alcanza, que las listas de espera en la Caja son eternas y que la educación pública necesita un empujón. Bueno, parece que no es solo una percepción. Un nuevo informe de los cargas del CINPE de la Universidad Nacional (UNA) acaba de ponerle números a ese sentimiento, y la verdad es que el panorama no está nada bonito. El estudio confirma lo que muchos sospechábamos: el Gobierno, en su afán por "apretarse la faja" y ordenar las finanzas, le ha metido un tijeretazo tan fuerte al gasto social que ya estamos en los niveles más bajos de la última década. Y eso, maes, es un problemón.
Vamos a los datos duros, que es donde la vara se pone color de hormiga. Según el informe, desde el 2020 la inversión social como porcentaje de todo lo que producimos en el país (el famoso PIB) simple y sencillamente se fue al traste. Pasamos de un 24,2% en plena pandemia –cuando obviamente había que meterle plata a la gente– a un raquítico 20,8% el año pasado. Para que se hagan una idea, hace diez años andábamos por un 22,4%. O sea, en lugar de avanzar, vamos para atrás como el cangrejo. La caída es generalizada y afecta todo: pensiones, ayudas a familias vulnerables, salud, educación, vivienda. ¡Qué torta! Estamos hablando de la plata que define si un güila recibe una buena educación, si un adulto mayor tiene una pensión digna o si una familia puede acceder a un bono de vivienda.
Si desmenuzamos el despiche por sectores, la cosa se pone peor. En educación, que se supone es "la joya de la corona" de Tiquicia, estamos invirtiendo menos del 6% del PIB, cuando la recomendación de la OCDE (ese club de países ricos al que tanto nos gusta pertenecer) es esa como mínimo, sin mencionar el 8% que dicta la Constitución. En salud, el cuento es parecido. Después de la pandemia, uno pensaría que la lección estaba aprendida, pero no. La inversión ha bajado casi un punto porcentual, y el mismo informe advierte que cualquier ajuste más podría reventar el sistema, con más listas de espera y menos prevención. Y lo de vivienda es un mate bien particular: sí, el monto promedio del bono subió, ¡lo cual suena tuanis! Pero la cantidad de familias que recibieron ese bono se desplomó. Es decir, una solución más grande para muchísima menos gente. Pan para hoy, hambre para mañana.
Ahora, seamos claros. Nadie está diciendo que hay que despilfarrar la plata y volver al desorden fiscal de antes. Los mismos investigadores de la UNA reconocen que ordenar las finanzas era necesario. El punto que ellos señalan, y que es el puro centro del debate, es que una cosa es ser responsable con el presupuesto y otra muy distinta es creer que la solución es pasarle la cuchilla a los pilares que sostienen nuestro modelo de país. La consolidación fiscal no puede ser una excusa para debilitar la educación que forma a nuestros futuros profesionales, la salud que nos mantiene productivos o la protección social que evita que la gente caiga en la pobreza extrema. Es como dejar de echarle aceite al carro para ahorrar plata hoy, sabiendo que mañana se te va a fundir el motor.
Al final, este informe de la UNA nos deja con una pregunta que pica y se extiende: ¿Hasta qué punto el afán por la estabilidad macroeconómica justifica que le bajemos el volumen a la inversión en nuestra propia gente? Los números no mienten y muestran una tendencia preocupante. La gran discusión que tenemos que darnos como sociedad es si este es el camino correcto, si estamos dispuestos a sacrificar el bienestar social a largo plazo por un alivio financiero que, si no se maneja con inteligencia, podría costarnos carísimo en el futuro. Es una decisión que nos afecta a todos, desde el estudiante de colegio público hasta el adulto mayor que depende de su pensión.
Ahí se las dejo, maes. ¿Ustedes qué opinan? ¿Es este un ajuste necesario y doloroso para un bien mayor, o nos estamos jalando una torta monumental con el futuro del país? ¡Los leo en los comentarios!
Vamos a los datos duros, que es donde la vara se pone color de hormiga. Según el informe, desde el 2020 la inversión social como porcentaje de todo lo que producimos en el país (el famoso PIB) simple y sencillamente se fue al traste. Pasamos de un 24,2% en plena pandemia –cuando obviamente había que meterle plata a la gente– a un raquítico 20,8% el año pasado. Para que se hagan una idea, hace diez años andábamos por un 22,4%. O sea, en lugar de avanzar, vamos para atrás como el cangrejo. La caída es generalizada y afecta todo: pensiones, ayudas a familias vulnerables, salud, educación, vivienda. ¡Qué torta! Estamos hablando de la plata que define si un güila recibe una buena educación, si un adulto mayor tiene una pensión digna o si una familia puede acceder a un bono de vivienda.
Si desmenuzamos el despiche por sectores, la cosa se pone peor. En educación, que se supone es "la joya de la corona" de Tiquicia, estamos invirtiendo menos del 6% del PIB, cuando la recomendación de la OCDE (ese club de países ricos al que tanto nos gusta pertenecer) es esa como mínimo, sin mencionar el 8% que dicta la Constitución. En salud, el cuento es parecido. Después de la pandemia, uno pensaría que la lección estaba aprendida, pero no. La inversión ha bajado casi un punto porcentual, y el mismo informe advierte que cualquier ajuste más podría reventar el sistema, con más listas de espera y menos prevención. Y lo de vivienda es un mate bien particular: sí, el monto promedio del bono subió, ¡lo cual suena tuanis! Pero la cantidad de familias que recibieron ese bono se desplomó. Es decir, una solución más grande para muchísima menos gente. Pan para hoy, hambre para mañana.
Ahora, seamos claros. Nadie está diciendo que hay que despilfarrar la plata y volver al desorden fiscal de antes. Los mismos investigadores de la UNA reconocen que ordenar las finanzas era necesario. El punto que ellos señalan, y que es el puro centro del debate, es que una cosa es ser responsable con el presupuesto y otra muy distinta es creer que la solución es pasarle la cuchilla a los pilares que sostienen nuestro modelo de país. La consolidación fiscal no puede ser una excusa para debilitar la educación que forma a nuestros futuros profesionales, la salud que nos mantiene productivos o la protección social que evita que la gente caiga en la pobreza extrema. Es como dejar de echarle aceite al carro para ahorrar plata hoy, sabiendo que mañana se te va a fundir el motor.
Al final, este informe de la UNA nos deja con una pregunta que pica y se extiende: ¿Hasta qué punto el afán por la estabilidad macroeconómica justifica que le bajemos el volumen a la inversión en nuestra propia gente? Los números no mienten y muestran una tendencia preocupante. La gran discusión que tenemos que darnos como sociedad es si este es el camino correcto, si estamos dispuestos a sacrificar el bienestar social a largo plazo por un alivio financiero que, si no se maneja con inteligencia, podría costarnos carísimo en el futuro. Es una decisión que nos afecta a todos, desde el estudiante de colegio público hasta el adulto mayor que depende de su pensión.
Ahí se las dejo, maes. ¿Ustedes qué opinan? ¿Es este un ajuste necesario y doloroso para un bien mayor, o nos estamos jalando una torta monumental con el futuro del país? ¡Los leo en los comentarios!