Maes, uno a veces piensa que el impacto de nosotros en el planeta es cosa de ahora, de fábricas, carros y todo el despiche moderno. Pero, ¿y si les digo que llevamos al menos mil años jalándonos una torta monumental que literalmente cambió la forma y el tamaño de los animales que nos rodean? No es ciencia ficción, es la conclusión de un estudio que acaba de salir en PNAS, una de esas revistas científicas que no se andan con rodeos. La vara es tan simple como preocupante: mientras nuestros animales de granja se han hecho más y más grandes, los salvajes se han ido encogiendo. Y todo empezó mucho antes de lo que imaginamos.
La investigación la hicieron unos bioarqueólogos en Francia, que son básicamente como los de CSI pero con huesos de animales de hace miles de años. Esta gente, que son unos cargas en su campo, se pusieron a analizar un montón de huesos de animales domésticos (pensemos en vacas, chanchos, cabras y hasta gallinas) y los compararon con los de sus contrapartes salvajes (venados, zorros, liebres) en una misma región. ¿Por qué en un solo lugar? Para que no hubiera excusas de que “diay, es que el clima era diferente allá”. Al analizar todo en la misma zona, aislaron el factor más importante: nosotros, los seres humanos.
Y aquí es donde la cosa se pone color de hormiga. Durante los primeros 7000 años que estudiaron, desde que llegaron los primeros agricultores, todo iba más o menos parejo. Si había un cambio en el ambiente, afectaba a todos por igual, domésticos y salvajes. Pero hace exactamente mil años, ¡PUM! Hubo una ruptura total. La gráfica se partió en dos. De un lado, todas las especies que criamos empezaron a aumentar de tamaño de forma acelerada. Del otro, las especies silvestres iniciaron una caída libre en su tamaño corporal que no se ha detenido. Ahí fue donde, como especie, empezamos a meter la pata hasta el fondo.
Diay, ¿y por qué ese cambio tan brusco? La explicación es casi de sentido común, pero no por eso menos impactante. Con los animales domésticos, nos pusimos en modo “Pimp My Ride”: empezamos a seleccionar los más grandes y productivos. Queríamos la vaca con más carne, la gallina que pusiera huevos más grandes, el chancho más gordo. Fue una optimización para nuestro beneficio. Pero para los animales salvajes, la historia fue al revés. La intensificación de la caza significaba que los animales más grandes y llamativos eran los primeros en caer. A la vez, la deforestación para la agricultura les redujo el chante, dejándolos con menos comida y menos espacio. Básicamente, a unos los pusimos en un gimnasio con esteroides y a los otros los dejamos sin casa y sin comida.
Y aunque el estudio se hizo en Francia, es imposible no pensar en lo que pasa aquí, en nuestro propio patio. Uno ve las fotos de las dantas o los jaguares de hace décadas y se pregunta si no les estará pasando lo mismo. Estamos viendo las consecuencias de un proceso que no empezó con la Revolución Industrial, sino con decisiones que nuestros antepasados tomaron hace un milenio. Esta vara demuestra que nuestro poder para moldear el planeta es inmenso, y a menudo, para mal. No es una sal de ahora, es una deuda que venimos acumulando desde hace siglos. La pregunta del millón es... ¿creen que ya es muy tarde para arreglar este despiche o todavía hay chance? ¿O diay, ya ni modo, a seguir engordando pollos? Los leo.
La investigación la hicieron unos bioarqueólogos en Francia, que son básicamente como los de CSI pero con huesos de animales de hace miles de años. Esta gente, que son unos cargas en su campo, se pusieron a analizar un montón de huesos de animales domésticos (pensemos en vacas, chanchos, cabras y hasta gallinas) y los compararon con los de sus contrapartes salvajes (venados, zorros, liebres) en una misma región. ¿Por qué en un solo lugar? Para que no hubiera excusas de que “diay, es que el clima era diferente allá”. Al analizar todo en la misma zona, aislaron el factor más importante: nosotros, los seres humanos.
Y aquí es donde la cosa se pone color de hormiga. Durante los primeros 7000 años que estudiaron, desde que llegaron los primeros agricultores, todo iba más o menos parejo. Si había un cambio en el ambiente, afectaba a todos por igual, domésticos y salvajes. Pero hace exactamente mil años, ¡PUM! Hubo una ruptura total. La gráfica se partió en dos. De un lado, todas las especies que criamos empezaron a aumentar de tamaño de forma acelerada. Del otro, las especies silvestres iniciaron una caída libre en su tamaño corporal que no se ha detenido. Ahí fue donde, como especie, empezamos a meter la pata hasta el fondo.
Diay, ¿y por qué ese cambio tan brusco? La explicación es casi de sentido común, pero no por eso menos impactante. Con los animales domésticos, nos pusimos en modo “Pimp My Ride”: empezamos a seleccionar los más grandes y productivos. Queríamos la vaca con más carne, la gallina que pusiera huevos más grandes, el chancho más gordo. Fue una optimización para nuestro beneficio. Pero para los animales salvajes, la historia fue al revés. La intensificación de la caza significaba que los animales más grandes y llamativos eran los primeros en caer. A la vez, la deforestación para la agricultura les redujo el chante, dejándolos con menos comida y menos espacio. Básicamente, a unos los pusimos en un gimnasio con esteroides y a los otros los dejamos sin casa y sin comida.
Y aunque el estudio se hizo en Francia, es imposible no pensar en lo que pasa aquí, en nuestro propio patio. Uno ve las fotos de las dantas o los jaguares de hace décadas y se pregunta si no les estará pasando lo mismo. Estamos viendo las consecuencias de un proceso que no empezó con la Revolución Industrial, sino con decisiones que nuestros antepasados tomaron hace un milenio. Esta vara demuestra que nuestro poder para moldear el planeta es inmenso, y a menudo, para mal. No es una sal de ahora, es una deuda que venimos acumulando desde hace siglos. La pregunta del millón es... ¿creen que ya es muy tarde para arreglar este despiche o todavía hay chance? ¿O diay, ya ni modo, a seguir engordando pollos? Los leo.