Maes, hay noticias que simplemente le alegran a uno el día, ¿no creen? Y esta es una de esas. ¡Qué tuanis la vara! Resulta que once piezas arqueológicas, de esas que uno solo ve en el Museo Nacional (si acaso), por fin están de vuelta en el país. Estos no son chereques cualquiera; son pedacitos de nuestra historia, creados por la gente que vivía aquí hace cientos de años, mucho antes de que se nos ocurriera quejarnos de las presas o del precio del gallo pinto.
La historia es un toque de película. Estos chunches estaban en manos de la familia de un doctor austro-neerlandés, un tal Hans Feriz, que por alguna razón los tenía en su colección. Imagínense... piezas que son parte de la historia de los pueblos que vivieron aquí, terminando de adorno en una sala en Europa. Pero aquí viene la parte chiva: la familia, en un gesto que hay que aplaudir, decidió que ya era hora de que volvieran a su lugar de origen. No hubo que pelear, no hubo un despiche legal; fue una restitución voluntaria. ¡Qué nivel!
Claro, la vara no fue soplar y hacer botellas. Detrás de este regreso hay un brete de investigación que ni se imaginan. Se metieron expertos de universidades gringas y europeas, como las de Kansas y Leiden, para confirmar que todo fuera legítimo. Y por supuesto, nuestro Museo Nacional, que son unos cargas en estos temas, le pusieron el sello de aprobación. O sea, no fue que la familia dijo “tomen, ahí les va” y listo. Hubo todo un proceso para asegurarse de que cada pieza era lo que decía ser, y eso le da todavía más valor a todo el asunto. Es un brete serio, hecho a cachete.
Y aquí es donde la cosa se pone profunda, más allá de la alegría de recuperar unos objetos. Mae, es que piénsenlo un toque. El embajador tico en Países Bajos, Arnoldo Brenes, lo dijo clarito: esto es un acto de “justicia cultural e histórica”. Y tiene toda la razón. Cada una de estas vasijas, metates o figuras de jade son “testimonios vivos de nuestras raíces”. No son simples adornos. Son la conexión directa con la espiritualidad y el día a día de nuestros antepasados. Que anden regadas por el mundo, en colecciones privadas o museos extranjeros, es como tener páginas arrancadas de nuestro propio libro de historia.
¡Qué carga ver que estas varas están pasando! Y diay, para que un enredo de estos se resuelva, se necesita un montón de gente jalando para el mismo lado: la embajada, la Cancillería, la gente del museo... todo el mundo se apuntó. Al final del día, esto refuerza la idea de que nuestro patrimonio no tiene precio y su lugar está aquí. Es un recordatorio de que somos mucho más que playas y café; tenemos una historia riquísima y compleja que apenas estamos terminando de entender y recuperar. Ojalá esto siente un precedente para que más piezas que andan por ahí perdidas encuentren el camino de vuelta a casa.
Ahora, la pregunta del millón para el foro: Más allá de alegrarnos, ¿qué creen que sigue? ¿Debería el país meterle más plata y ganas a buscar y traer de vuelta más de nuestro patrimonio que anda por el mundo, o hay otras prioridades culturales más urgentes aquí adentro? ¡Los leo!
La historia es un toque de película. Estos chunches estaban en manos de la familia de un doctor austro-neerlandés, un tal Hans Feriz, que por alguna razón los tenía en su colección. Imagínense... piezas que son parte de la historia de los pueblos que vivieron aquí, terminando de adorno en una sala en Europa. Pero aquí viene la parte chiva: la familia, en un gesto que hay que aplaudir, decidió que ya era hora de que volvieran a su lugar de origen. No hubo que pelear, no hubo un despiche legal; fue una restitución voluntaria. ¡Qué nivel!
Claro, la vara no fue soplar y hacer botellas. Detrás de este regreso hay un brete de investigación que ni se imaginan. Se metieron expertos de universidades gringas y europeas, como las de Kansas y Leiden, para confirmar que todo fuera legítimo. Y por supuesto, nuestro Museo Nacional, que son unos cargas en estos temas, le pusieron el sello de aprobación. O sea, no fue que la familia dijo “tomen, ahí les va” y listo. Hubo todo un proceso para asegurarse de que cada pieza era lo que decía ser, y eso le da todavía más valor a todo el asunto. Es un brete serio, hecho a cachete.
Y aquí es donde la cosa se pone profunda, más allá de la alegría de recuperar unos objetos. Mae, es que piénsenlo un toque. El embajador tico en Países Bajos, Arnoldo Brenes, lo dijo clarito: esto es un acto de “justicia cultural e histórica”. Y tiene toda la razón. Cada una de estas vasijas, metates o figuras de jade son “testimonios vivos de nuestras raíces”. No son simples adornos. Son la conexión directa con la espiritualidad y el día a día de nuestros antepasados. Que anden regadas por el mundo, en colecciones privadas o museos extranjeros, es como tener páginas arrancadas de nuestro propio libro de historia.
¡Qué carga ver que estas varas están pasando! Y diay, para que un enredo de estos se resuelva, se necesita un montón de gente jalando para el mismo lado: la embajada, la Cancillería, la gente del museo... todo el mundo se apuntó. Al final del día, esto refuerza la idea de que nuestro patrimonio no tiene precio y su lugar está aquí. Es un recordatorio de que somos mucho más que playas y café; tenemos una historia riquísima y compleja que apenas estamos terminando de entender y recuperar. Ojalá esto siente un precedente para que más piezas que andan por ahí perdidas encuentren el camino de vuelta a casa.
Ahora, la pregunta del millón para el foro: Más allá de alegrarnos, ¿qué creen que sigue? ¿Debería el país meterle más plata y ganas a buscar y traer de vuelta más de nuestro patrimonio que anda por el mundo, o hay otras prioridades culturales más urgentes aquí adentro? ¡Los leo!