Maes, a veces uno lee noticias que parecen sacadas del guion de una serie de narcos en Netflix, y el mentado "caso Champion" es, sin duda, una de esas. La vara es que no estamos hablando de Sinaloa ni de Medellín, sino de Heredia, Alajuela y Puntarenas. La historia es casi un manual de cómo no hacerse millonario: un sujeto de apellidos Araya, de 41 años, de un pronto a otro empieza a amasar una fortuna que ni el ganador del Gordo Navideño. ¿El secreto de su éxito? No fue una startup tecnológica ni una herencia repentina. Fue, según el OIJ, dedicarse a la receptación de bienes robados de contenedores. Así de simple, y así de descarado.
Pero aquí es donde la cosa se pone realmente interesante, porque estos maes no eran ningunos improvisados que vendían las cosas en el primer play. No, señor. Montaron todo un imperio para lavar la plata. El dinero que salía de vender electrodomésticos, licores y hasta comida robada, lo metían en negocios que, a simple vista, son totalmente legítimos. Tenían una agencia de venta de carros de alta gama, construían apartamentos para alquilar, poseían cabinas, talleres de enderezado y pintura... un portafolio de inversiones diversificado, dirían en un MBA, si no fuera porque el capital inicial venía del despiche que armaban en los puertos. Y para rematar, porque al parecer el crimen tradicional no les era suficiente, también se metieron en el oscuro negocio de los préstamos "gota a gota", exprimiendo a la gente con intereses de usura.
Ahora, agarren aire para la parte que de verdad le vuela la tapa de los sesos a uno y provoca una úlcera: el "dream team" que tenía Araya en su planilla. Entre los detenidos en los 12 allanamientos no solo estaba el líder y sus secuaces, sino también dos agentes del OIJ y un oficial de la Fuerza Pública. ¡Qué torta para la imagen de las autoridades! O sea, los mismos que uno llama cuando se le meten a la choza, los mismos a los que se les paga el salario para que nos cuiden, estaban, presuntamente, recibiendo órdenes y plata del jefe de una banda criminal. Es el colmo de la ironía y una patada en la cara para la confianza ciudadana, que ya de por sí anda por los suelos.
El operativo del OIJ fue masivo, y con toda la razón. Reventaron 12 puntos simultáneamente en Barva, Santa Bárbara, Belén, La Guácima y El Roble de Puntarenas. Un despliegue de fuerza necesario para desarticular una red que, claramente, tenía tentáculos por todas partes. No se anduvieron por las ramas. El objetivo ahora es recoger toda la evidencia posible para que esta gente no salga en tres meses con una medida cautelar a seguir "breteando" en lo suyo. Porque seamos honestos, la frustración que queda es pensar cuántas veces se habrán salido con la suya gracias a los soplos que recibían desde adentro de los cuerpos policiales.
Al final, este caso va mucho más allá de un mae que se hizo millonario robando chunches de contenedores. Es un espejo que nos refleja una realidad incómoda: la facilidad con la que el dinero sucio se mete en la economía formal y, peor aún, la corrosión que causa cuando se infiltra en las instituciones que deberían ser nuestro escudo. Esto demuestra que el enemigo, muchas veces, no solo está en la calle, sino que puede estar usando un uniforme y portando una placa que pagamos todos nosotros. La pregunta es inevitable y da una bronca tremenda pensarla.
¿Qué piensan ustedes? Más allá del enojo obvio, ¿creen que casos como este son la punta del iceberg de un problema de corrupción sistémico en nuestras policías, o son simplemente las famosas "manzanas podridas" aisladas? ¿Cómo se supone que uno recupere la confianza así? Los leo en los comentarios.
Pero aquí es donde la cosa se pone realmente interesante, porque estos maes no eran ningunos improvisados que vendían las cosas en el primer play. No, señor. Montaron todo un imperio para lavar la plata. El dinero que salía de vender electrodomésticos, licores y hasta comida robada, lo metían en negocios que, a simple vista, son totalmente legítimos. Tenían una agencia de venta de carros de alta gama, construían apartamentos para alquilar, poseían cabinas, talleres de enderezado y pintura... un portafolio de inversiones diversificado, dirían en un MBA, si no fuera porque el capital inicial venía del despiche que armaban en los puertos. Y para rematar, porque al parecer el crimen tradicional no les era suficiente, también se metieron en el oscuro negocio de los préstamos "gota a gota", exprimiendo a la gente con intereses de usura.
Ahora, agarren aire para la parte que de verdad le vuela la tapa de los sesos a uno y provoca una úlcera: el "dream team" que tenía Araya en su planilla. Entre los detenidos en los 12 allanamientos no solo estaba el líder y sus secuaces, sino también dos agentes del OIJ y un oficial de la Fuerza Pública. ¡Qué torta para la imagen de las autoridades! O sea, los mismos que uno llama cuando se le meten a la choza, los mismos a los que se les paga el salario para que nos cuiden, estaban, presuntamente, recibiendo órdenes y plata del jefe de una banda criminal. Es el colmo de la ironía y una patada en la cara para la confianza ciudadana, que ya de por sí anda por los suelos.
El operativo del OIJ fue masivo, y con toda la razón. Reventaron 12 puntos simultáneamente en Barva, Santa Bárbara, Belén, La Guácima y El Roble de Puntarenas. Un despliegue de fuerza necesario para desarticular una red que, claramente, tenía tentáculos por todas partes. No se anduvieron por las ramas. El objetivo ahora es recoger toda la evidencia posible para que esta gente no salga en tres meses con una medida cautelar a seguir "breteando" en lo suyo. Porque seamos honestos, la frustración que queda es pensar cuántas veces se habrán salido con la suya gracias a los soplos que recibían desde adentro de los cuerpos policiales.
Al final, este caso va mucho más allá de un mae que se hizo millonario robando chunches de contenedores. Es un espejo que nos refleja una realidad incómoda: la facilidad con la que el dinero sucio se mete en la economía formal y, peor aún, la corrosión que causa cuando se infiltra en las instituciones que deberían ser nuestro escudo. Esto demuestra que el enemigo, muchas veces, no solo está en la calle, sino que puede estar usando un uniforme y portando una placa que pagamos todos nosotros. La pregunta es inevitable y da una bronca tremenda pensarla.
¿Qué piensan ustedes? Más allá del enojo obvio, ¿creen que casos como este son la punta del iceberg de un problema de corrupción sistémico en nuestras policías, o son simplemente las famosas "manzanas podridas" aisladas? ¿Cómo se supone que uno recupere la confianza así? Los leo en los comentarios.